lunes, 26 de febrero de 2007

Las Tres Marías I.- La gimnasia


A lo largo de toda mi vida académica, desde parvulitos hasta la licenciatura, me persiguieron tres fantasmas, las tres Marias: gimnasia, política y religión. Hoy recordaré la que fue mi pesadilla hasta el final: la gimnasia. Al principio no existía el chándal, para clase de gimnasia teníamos un uniforme especial que consistía en blusa, falda (algo más corta que la del uniforme) y pololos. Los pololos eran una prenda peculiar que luego podía ser usada en las obras de teatro, sobre unos leotardos negros, y quedaba estupendamente para hacer de rey – que era el papel que a mí siempre me tocaba – en las obras del Siglo de Oro.La señorita de gimnasia no era monja, era de la Sección Femenina, igual que la que daba Política. Al empezar la clase había que formar y alinearse, que consistía en estirar el brazo derecho hasta tocar el hombro izquierdo de la compañera y luego, de frente, la espalda de la de delante. Eso quedaba vistoso, luego había que subir los brazos, abrirlos, cerrarlos, agacharse, levantarse, etc. Aquí empezaban los problemas, entonces no se hablaba de lateralidad, en aquella época si no coordinabas bien la pierna izquierda con el brazo derecho simplemente eras una inútil. Los ejercicios más comunes eran el potro, la cuerda – parece la Inquisición ¿verdad? - y el puente, pero el objetivo básico de la gimnasia era aprender a hacer el pino, si no sabías ya no eras calamidad, eras el desastre. Las “bestias” – que así llamábamos a las que eran buenas en gimnasia – conseguían ponerse cabeza abajo con una suavidad pasmosa, el resto solía poder hacer el pino “de a una”: te lanzabas con las manos hacia el suelo y, cogiendo impulso, si conseguías elevar una pierna, una compañera te levantaba la otra. En una escala inferior estaban “las de a dos”, que eran ayudadas por dos compañeras, una para cada pierna. En lo más ínfimo de la escala evolutiva estábamos las de “ni por esas”. A mi me invadía el pánico, al lanzarme cerraba los ojos, se me doblaban los brazos y daba de bruces contra el suelo. Las patosas formábamos una casta especial, que afortunadamente solo se evidenciaba en gimnasia, solíamos ser buenas estudiantes y al final nos aprobaban, aunque la expresión de desprecio de la señorita revelaba, sin lugar a dudas, que había sido un regalo.

martes, 20 de febrero de 2007

"La rarita"


Me resulta un poco extraño recordar mi primera comunión, ahora que estoy batallando a brazo partido con la curia para que me den la apostasía. Recuerdo que me hizo ilusión porque era un día en el que te sentías protagonista y te hacían más regalos que en un cumpleaños. La hice con ocho años, y debía de tener uso de razón porque empecé a tener ideas bastante izquierdistas ya entonces...(En catequesis me tenían como "la rarita" porque no le encontraba ni pies ni cabeza a las historias que nos contaban y hacía preguntas, cuando se suponía que tenías que ir a escuchar, tragártelo todo y callar)

Ahora lo veo raro porque las comuniones son como bodas, pero por entonces ni te dejaban escoger los recordatorios (fui la única de mi generación que no tuvo recordatorio con foto) ni el vestido (me lo hicieron mi tía Mary y mi madre según un patrón sosísimo que habían sacado de una revista, y con una tela rígida que picaba un huevo, y perdón por el exabrupto, PERO PICABA UN HUEVO), y sólo hubo cuatro niñas más conmigo en la celebración; mis tres amigas de siempre y una amiga del colegio.

Por mi comunión me regalaron mi primera cámara, una Kodak con la que hice mis primeros pinitos (la primera foto que tomé en mi vida fué de mi ojo...cogiendo la cámara al revés), un par de muñecas, un libro, el consabido álbum nacarado para poner las fotos de la comunión y un estuche de pinturas.

En la ceremonia llevé el copón, por lo cual me sentí orgullosa en su momento, y con la Hostia (no, esta vez no es un exabrupto) probé el vino por primera vez (aún ahora sigue sin gustarme). A la salida me cayó un capón por jugar a espadachines con la vela con otra compañera de comunión (parece ser que la dichosa vela tenía un vago significado místico y no se podía "profanar" jugando con ella).

La comida la hicimos en casa - hoy en día te miran mal si no celebras la comunión en un restaurante y por todo lo alto - y como no podía ser menos, me tiré Fanta de naranja en el vestido, por lo que me cambiaron y me empaquetaron el vestido de comunión de mi prima Tina, que era infinitamente más bonito (y era de raso, una delicia sobre la piel escocida del roce con el otro vestido), aunque también infinitamente más estrecho, porque mi prima hizo la comunión más pequeña y encima era más menuda que yo. El vestido no abrochaba, pero aún así me quise hacer la foto con él (el de la foto que he puesto es el mío original, el rígido-almidonado).

Tengo un buen recuerdo, ideologías aparte, porque fue un día bonito y vino gran parte de la familia, y porque me dejaron comer bistec con patatas fritas mientras los demás se ponían las botas con marisco, que a mí no me hacía mucha gracia entonces. Pero...a mi madre y a mi tía, lo de ese vestido...¡¡NO SE LO PERDONARÉ NUNCA!!

domingo, 18 de febrero de 2007

Amedrentado por la comunión



Sin lugar a dudas, el de mi primera comunión no fué el día más feliz. Para aprovechar la ocasión, la hice con mi hermano, a la madura edad de seis años, con el debido "uso de razón" como se decía entonces.
Al suponerse que navegaría por las aguas de la pureza y de la santidad, me visiteron de marinero, raso, eso sí. Pero el miedo escénico podía conmigo y es que a pesar de haber estado tres horas o más sin probar bocado, tal vez sin haber bebido, tratando de ser complaciente con los preceptos de entonces, parece como si estuviera en el punto de mira de ese alguien que todo lo ve y al que no se puede engañar.
No tuve más remedio que resistirme a ser totalmente sincero en la confesión previa del día anterior. ¡Tenía que proteger mis orejas! El cura, que nos confesaba la tarde antes, vivía frente a mi casa y, por desgracia, sabía, con mi madurez de seis añitos, cómo se las gastaba. Todos los niños le temíamos pues ya en la catequesis había demostrado su enorme capacidad de tolerancia y comprensión.

A las niñas las confesaba el otro cura, ¡qué suerte!, y además se confesaban tras la rejilla, sin ver al cura. Nosotros, en cambio, lo hacíamos a cara descubierta, como en la ilustración.
A media tarde todos los niños en la iglesia, con cara mística, realizando el acto de contrición mientras esperábamos la apertura del confesionario. El cura ya estaba dentro desde hacía un rato, supongo que preparándose para lo que venía. ¿Qué pasaría por la mente de cada uno de nosotros en esa interminable espera? Estaba claro que el acto de contrición se reducía más a tratar de hacer una selección lo más ligth posible de los "enormes pecados" que hubiésemos cometido en nuestra ya dilatada vida. "¿Qué le digo?", "como le diga que...". Mientras, el Señor, crucificado parecía que te miraba, vigilante, adivinando tus pensamientos, y tú sentías esa mirada, pero no querías encontarte con ella...¡Qué peso tan enorme para una edad tan tierna!
¡Cuidado, ya se abre y se corre la cortinilla!.

"¡El primero!", se oye desde el interior. Todo el mundo traga saliva y repasa las palabras que tiene que decir. Menos mal que yo era el segundo, lo que me permitió cambiar rápidamente la selección de pecados escogidos, despreciando los que yo consideraba que podían ser más "serios" y que seguro que a esa edad serían absolutamente mortales, nada de veniales, y todo esto al ver que el primero desaparecía de vez en cuando hacia el interior del confesionario con un violento movimiento ocasionado por unas manos blancas que asomaban por la negra sotana y que le tiraban fuertemente de las orejas. "Esto no se lo digo, y esto tampoco...", no sólo no podía arriesgar mis orejas sino que no estaba dispuesto a soportar sus comentarios durante muchas tardes, cuando saliera de mi casa y el estuviera sentado en su puerta, como acostumbraba a hacer.

"¡El siguiente!", voz que hacía que mi corazón saliera de su cavidad mientras veía al primero que lloraba, con las orejas rojas, y se dirigía a un rincón a cumplir su penitencia. Procurando guardar las distancias para un oportuno retroceso que seguro que habría agravado el asunto, recité los pecados que yo suponía me salvarían de la inevitable tortura y...¡oh fortuna, tuve éxito!
Con esa madura edad y la acción de la catequesis, que insistía sobre todo en el castigo del infierno, yo no podía dirigirme al altar tranquilo, feliz, temía que en cualquier momento se interrumpiera el acto y alguien me delatara.
Los vapores del chocolate casero, con sus dulces correspondientes, en compañía de la familia, como se decía en los programas radiofónicos de discos dedicados, hicieron que pronto me olvidara de esa sensación de culpabilidad. Me quitaron el traje pues había que guardarlo para la procesión del día del Señor y luego se reciclaría en pantalón corto y blusa para vestir los domingos. Y, por fin, ya libre de las ataduras del evento me fuí a jugar con mis amigos que, me confesaron que habían hecho lo mismo que yo.
¡El primero siempre va con desventaja!

miércoles, 14 de febrero de 2007

La primera comunión

Cuando yo era chica, el día más importante de nuestra vida creo que era, sin dudarlo, el de la primera comunión· Todos teníamos que hacerla, y nos encantaba. No celebrábamos los cumpleaños salvo en rarísimas ocasiones, y el día de la primera comunión era casi el único en que podíamos sentirnos protagonistas y recibir ¡regalos! Los regalos eran poquita cosa, desde luego, algún libro de cuentos, un álbum todo cursi para pegar las fotos de ese día, algún dinerillo, que en mi caso llegó a las ¡cien pesetas!.. Para que os hagáis idea, con cien pesetas te podías comprar cien polos de los de chupar, doscientas canicas, veinte trompos, veinte láminas de muñecas recortables, cien cromos de los que se ganaban o perdían, treinta y tres sobres de cromos para el álbum, veinte cocacolas, podías ir un porrón de veces al cine, claro que sin palomitas...
Además, nos vestíamos casi como las novias. Yo creo que el vestido era lo que más ilusión nos hacía. Casi me amarga el día una mancha que me cayó en la convidada. Por dios, como si me lo fuera a poner más veces.
Antes de hacer la primera comunión nos lavaban bien el coco. No el pelo, que también, sino el coco. A eso le llamaban, y le llaman, catequesis. Como antes de la Consola hacíamos la comunión más chicos, a esto de los siete años, había cosas que no entendíamos muy bien. Por ejemplo, lo de los pecados. Los había mortales y veniales, según fueran de gordos, y había que contarle al sacerdote los que tú habías cometido para poder hacer la primera comunión. También había unos que se llamaban capitales, pero esos no nos los explicaban porque había palabras que no entendíamos, como gula o lujuria, y por lo visto los niños no podíamos cometerlos. Podíamos cometer veniales, sí, como llegar tarde a misa o robarle un caramelo al hermano, y creo que mortales también, porque era mortal tomar el nombre de Dios en vano y eso era decir palabrotas, que mi hermano Joaquín decía todo el rato caca y culo. Y también podías deshonrar a tu padre y a tu madre si te portabas mal delante de las visitas y podías decir mentiras y hurtar, que era lo mismo que robar pero más cosas. Y faltar a toda la misa, porque entonces no santificabas las fiestas, y matar, que yo no conocía a nadie que matara, y después cosas raras que no nos querían explicar pero que en los diez mandamientos venían, como desear la mujer del prójimo y cometer actos impuros. Y las cosas malas que habías hecho se las contabas al sacerdote el día antes y después tenías que tener mucho cuidado de no decir palabras feas ¡ni siquiera oírlas! antes de hacer la comunión porque entonces ya no podías porque estabas otra vez en pecado y si comulgabas en pecado cometías sacrilegio y eso sí que era un pecado más gordo todavía. Y tampoco podías desayunar porque también había que estar limpio por dentro para recibir al señor pero beber agua sí podías. De todos modos eso no nos importaba porque después de la primera comunión venía el banquete, con un montón de cosas ricas y tarta y dulces y cocacola. Iba muchísima gente, que recuerdo yo que en mi comunión había por lo menos treinta personas, porque también era la comunión de mis mejores amigos, que se ven en la foto, y aprovecharon para hacer la celebración todos juntos. Además nos dejaban tomarnos dos refrescos a cada uno.
La primera comunión la hacíamos a los siete años porque a esa edad decían que ya teníamos uso de razón, y eso era como entrar en la edad penal, porque no nos aumentaban la paga que era de un duro ni dejaban de llamarnos con el diminutivo que nos abochornaba delante de los amigos y las visitas, pero nos reñían mucho más y cobrábamos doble. Pero también nos sentíamos más adultos. Y sobre todo, llevábamos un vestido precioso, nosotras, o un traje de hombre, ellos, y nos hacían regalos, y había una fiesta que nos parecía enorme y de la que nosotros éramos los protagonistas. Y eso ocurría una vez nada más en toda la infancia y por eso era el día más importante.

lunes, 12 de febrero de 2007

Los ojos negros


Esta canción de corro es como las que habéis mencionado anteriormente, con niñas (los niños en mi cole no existían porque era femenino) en dos filas y una niña en el centro, en jarras y moviendo la cintura delante de la que pillara según la letra que va entre comillas:

Han puesto una librería
"con los libros muy baratos
con los libros muy baratos"
y un letrero que dice
"aquí se vende barato
aquí se vende barato".
María dame la capa
"que me voy a torear
que me voy a torear"
a mí no me mata el toro
"ni tampoco los toreros
ni tampoco los toreros"
a mí me mata una niña
"que tenga los ojos negros
que tenga los ojos negros"
y tú los tienes azules
"y por eso no te quiero
y por eso no te quiero".

Como puedes ver los ojos negros son los llevados al "summum" de la perfección, pero vamos, que los marrones como los míos también valen.
Saludos a los jóvenes de cuarenta y....

domingo, 11 de febrero de 2007

¿Te acuerdas de aquel tiempo en el que...?


¿Te acuerdas de aquel tiempo en el que las decisiones importantes se tomaban mediante un práctico: “Pito, pito, gorgorito, dónde vas tú tan bonito, a la era verdadera, pim pom fuera”?
Entonces las cosas, cuando se complicaban, se podían detener con un simple “No ha valido”. Los errores se arreglaban diciendo “Empezamos otra vez” y las discusiones terminaban con un “Bieeeeeeen”. El peor castigo y condena era, a lo sumo, que te hicieran escribir 100 veces “No debo…”.
Tener mucho dinero sólo significaba poder comprar más casas jugando al Monopoly o comprarte un helado o una bolsa de chucherías a la salida del cole.
Hacer una montaña de arena podía mantenernos felizmente ocupados durante toda una tarde.
Continuamente había una forma de salvar a todos los amigos, bastaba con un “Por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero”. Además te encantaba ser el más pequeño para ser “cascarón de huevo” y no tener que quedarla jugando al escondite o al coger. Y no era raro que tuvieras dos o tres mejores amigos, y te referías con “Es muy viejo” a aquel que tuviera más de 20 años.
Siempre descubrías tus más ocultas habilidades con un “A que no haces esto?”
Nunca había nada más lindo y prohibido que jugar con fuego, a pesar de que algún mayor te dijera “te vas a hacer pis en la cama”.
“Tonto el último” era el grito que nos hacía correr a todos como locos, hasta que sentíamos que el corazón se nos salía del pecho. Y el “poli-ladron” era sólo un juego para el recreo, y por supuesto era mucho más divertido ser ladrón que policía.
Los globos de agua era la más moderna, poderosa y eficiente arma que jamás se había inventado.
La mayor desilusión era sólo haber sido elegido último para el equipo del cole. La red de una cancha de tenis era de la altura perfecta para jugar al voley, y las reglas no importaban demasiado.
Los hermanos mayores eran el peor de los tormentos, pero también los más celosos, fieles y feroces protectores… (GRACIAS A TODOS).
Nunca faltaban los caramelos que tiraban los reyes en Navidad, ni las monedas o el billete que nos dejaba el Ratón Pérez bajo la almohada… y todo a cambio de un diente de leche!
“Guerra” sólo significaba arrojarse tizas y bolas de papel durante las horas libres en clase, pues la guerra era algo que habías sucedido antes de que naciéramos y que nunca más volvería a suceder.
Los helados constituían el grupo de los alimentos básicos y esenciales.
Tu bici se transformaba en una poderosa súper moto con sólo poner unos cartones pintados alrededor de su cuadro, o chapitas destellantes entre los radios de las ruedas. Y ya quitarle las ruedas pequeñas significaba un gran paso en tu madurez.
Cambiando cromos de fútbol o de la Sirenita en el patio del colegio cuando eras de los más pequeños, siempre aparecía un mayor que te daba 10 por una tuya, y ya te dejaba contento para una semana, claro que tú no sabías que esa tuya era la más difícil del álbum.
Hacer cabañas con ramas cuando íbamos de excursión al campo nos entretenía durante horas, hasta que venían a avisarnos de que teníamos que marchar y entonces llorábamos desconsolados.
Atábamos el elástico a la pata de un banco para que sólo un tuviera que sujetarlo con las piernas y así poder jugar más. Cruzar la comba mientras se saltaba era todo un logro. Coger trozos de escayola de las cubas y dibujar “el tejo” en el suelo para jugar era algo maravilloso.
Dar de comer a las palomas, jugar con el barro, o simplemente bajarte tu nuevo balón de fútbol o tu nueva muñeca era lo más placentero.
Saberte la coreografía de Xuxa y bailarla con tus amigas o comentar el último capítulo de “Campeones” e intentar imitar la “catapulta infernal” con tu mejor amigo…
Sentarnos frente al televisor a las 5 en punto con los ojos desencajados para ver “Barrio Sésamo”.
Creerte superman o supergirl, y ponerte el “babi” del cole a modo de capa mientras subías en cualquier escalón y deseabas con todas tus fuerzas poder volar como ellos…
Todas estas simples cosas nos hacían felices, no necesitábamos nada más… un balón, una comba y dos amigos con los que hacer el ganso durante todo el día.