miércoles, 16 de mayo de 2007

Y otra potita web de recuerdos telarañosos


Si os apetece volver a ver cómo era el "Un, dos, tres" en los sesenta, o saber qué fué de Buck Rogers... Si queréis recordar los programas que veíais en la tele mientras comíais la merienda... Si queréis saber qué pasó con los autores de aquellas canciones tan cutres que bailábamos en los ochenta...

ÉSTA ES VUESTRA WEB.

jueves, 3 de mayo de 2007

La moda en los setenta II

Lo que sí que me gustaba a mí en los 70 eran las minifaldas, en fin, es un decir, porque mi mami no me dejaba llevar ninguna que subiese dos dedos de la rodilla, pero, al igual que muchas de mis amigas, me la remangaba lo más que podía en cuanto que salía de casa, lo cual tenía el inconveniente de no poder lucir cintura. Cuanto más puritanas eran nuestras madres, más abultaba el falso michelín.
Yo por tener solo tenía una minifalda escocesa, y la tenía porque era del uniforme del coro del instituto y había que tenerla, y tenía que ser corta, que si no me hubiera tenido que conformar con una midi o maxi, que se decía así y por eso no le pongo comillas. Y claro, me la ponía un día sí y otro no. Me hubiera gustado tener unos pantalones todos modernos como los de las chicas de ABBA, que hacían furor entonces, pero no había pasta ni para vaqueros normales.
Para empeorar la situación de mi fondo de armario, que digo fondo porque es que se veía a base de no haber ropa para taparlo, mi tía Mari, por lo demás una bellísima persona, me hizo un par de modelitos. Antes de describirlos, y en su descargo, debo decir que mi tía es una excelente modista sin más defecto que el de utilizar demasiada fibra sintética. Eso no hubiera sido un problema en los años en que esas fibras eran las reinas, y además sus niñas llevaban unos vestidos lindísimos. Pero no sé por qué yo tenía la impresión de que mi tía me odiaba (por supuesto ella es completamente incapaz de odiar a nadie). Pero cuando me hacía a mí algo de ropa... Si era una falda, la falda tenía las mismas hechuras y dimensiones que si la hubiera hecho para una señora de 50 frondosita. Si era un conjunto o vestido... pasemos a la imagen, que ya se sabe que vale más que mil palabras.

He dibujado los dos modelos más gloriosos que me confeccionó. El de la corbata amarilla y gorro de cocinero no necesita comentarios. Solo decir que, al igual que el plisado con torerita, era de crep de dos centímetros de grueso. Con respecto a este último, se plisaba justo en el nacimiento del pecho, lo cual, dado el perímetro de los menos cien centímetros que yo lucía en mi adolescencia, me daba aspecto de gigantesco balón de playa. O me lo hubiera dado, caso de ponérmelo, que por supuesto no me lo puse. La torerita además tenía una anchura de hombros que ni el océano Atlántico. Pero gracias a los dos modelitos que jamás estrené, por supuesto, tuve que ponerme mi minifalda también los días de en medio. Con lo que me gustaba a mí la ropa de las chicas de ABBA...

domingo, 15 de abril de 2007

La moda en los 70

Cuando yo era adolescente no tenía qué ponerme, además de verdad. Cuando era yo chica estrenábamos todos los domingos de Ramos y llevábamos uniforme al cole, aunque era público, y eso estaba muy bien, porque no se notaba que no tenías mucha ropa, que yo creo que se hacía por lo mismo. Pero en el Instituto había niñas que tenían mucha ropa y eran las más admiradas, que las que solo teníamos cerebro estábamos muy mal vistas.
También ocurría en los setenta que no había mucho que elegir en cuanto a vestuario se refiere: podías ser hippie o podías ser hortera. La moda de los setenta era sencillamente espantosa: tejidos sintéticos, estampados geométricos de colores chillones, formas de lo más desfavorecedoras en los vestidos, pantalones con enormes campanas, bisutería tipo “collar de cocos” o pendientes “rueda de bicicleta” y, sobre todo, estaban aquellos horribles zapatones con tacones de quince centímetros y plataformas de siete, absolutamente inevitables, porque en las zapaterías no había otra cosa.
Para las y los que detestábamos semejante propuesta de vestuario, o simplemente no podíamos permitirnos ir “a la última”, existía una segunda opción: el “look harapiento”, que nosotros llamábamos, inocentemente, “hippie”. Los vaqueros gastados o metidos en lejía y la amplia camisa procedente del fondo de armario paterno. Combinados con plataformas, por supuesto, porque ahí no había posibilidad de elección. Sí que estaban los botines deportivos, entonces llamados “tenis”, pero eso era solamente para las clases de “gimnasia”, y no le ibas a coger los zapatos a tu madre, porque otra cosa que pasaba cuando aquello es que la brecha generacional era insalvable, un abismo, vamos, y no solo en el vestir, sino en todos los aspectos. Nosotros y nuestros padres éramos, no ya solo de especies diferentes, sino de planetas diferentes. Además estaba la cuestión talla, que nuestras madres tenían unos pies que ni las chinas, que todas calzaban un 35 y consideraban como de marimacho y degeneración de la raza que nosotras usáramos un 36, o un 37, las más altas.
Y de complementos, nada. Con suerte habías logrado sustituir tus primeros pendientes por otros pelín más grandecitos. Seguro que todos y todas teníamos una cadenita de oro con medalla (las niñas) o crucifijo (los niños), pero no la usábamos, porque todos éramos ateos, por supuesto (los del “look hippie”, por lo menos, los del “look hortera” es que llevaban los collares esos multifunción de los que he hablado antes). Yo estaba loca de contento porque una amiga me había regalado una bonita gargantilla de plata que conservé y usé años y años.
Si a esto sumamos los cuellos exagerados, las chaquetas entalladas y los pantalones de campana de los chicos, también subidos –cómo no- en sus plataformas, con una sabia elección de colores tales como amarillo chillón, blanco, rosa y azul celeste, creo que podemos afirmar que nunca la moda ha vivido un momento peor...
Yo con la foto como que he hecho un montaje, porque ya os digo que nunca me pude permitir ir a la última, pero invito a mis compis de blog a que incluyan las suyas en este mismo artículo (si es que las tienen, claro).

miércoles, 4 de abril de 2007

El perro de trapo


Ese muñeco de trapo que veis ahí es una auténtica reliquia. Lleva conmigo veintiocho años. Me lo hizo mi madre con un patrón de aquéllos que sacaba de las revistas de moda para niños.

Durante unos años disputó el liderazgo con un tal Pitirolo, un muñeco de extremidades larguísimas que recuerdo vagamente y que salió de casa un día que vinieron unos gitanos a pedir a la puerta con una niña de mi edad. Yo quería compartir mi abundante arsenal lúdico con ella, de modo que intenté regalarle una muñeca rubia con vestido azul, como la de la canción. Era una muñeca que me había traído mi padre cuando navegaba, y que daba volteretas ella sola. Me daba terror, porque era clavadita a todas las muñecas que salían en los reportajes sobre casas encantadas. Muñecas a las que se les encendían los ojos rojos cuando se quedaban a oscuras... Pero yo reconocía que, leche, aunque diera miedo, la muñeca era un puntazo para aquella nena despeinada, preciosa, de ojos negros enormes que ya le hacían chiribitas sólo de ver la muñeca. Pero mi madre, diplomática ella, pensó "a ver qué le digo al marido cuando llegue y pregunte dónde está la muñeca tan cara que le trajo de su último viaje... ¿que se la di a los gitanos?". De modo que me dijo: "Dale al Pitirolo". "Mamááááá, al Pitirolo noooooooooo..." Pues me quedé sin el Pitirolo, y la puñetera muñeca siguió aterrorizando mis noches durante años (jamás jugué con ella). Y la pobre gitanilla se fué con un muñeco que yo adoraba, sí, pero que era un muñeco cutre de trapo y felpa. Es como cuando le traigo un juguete a mi gata de una tienda pija de animales. No le hace ni caso. Pero, ah, le das una goma elástica o un gurruño de papel... y se pasa horas jugando. Por eso no me extraña ver a veces a los críos aburridos con unos juguetes de la releche. Vete tú a saber si no estarían más entretenidos con cualquier chorrada que los adultos ni siquiera recordamos que se puede usar como juguete... Qué felices son las almas sencillas cuando se les deja ser sencillas, y qué prosa más "repollo" me sale cuando me dejan suelta...

Volviendo al sujeto de la foto: Fui una niña muy mimada,lo cual suponía a finales de los setenta y en los primeros ochenta tener hasta unos cien muñecos (mi madre tenía una sola muñeca, gracias, y encima la tenía que compartir con su hermana más próxima en edad. Qué diferente tiene que haber sido su niñez ya sólo por eso, y cuánto tiene que haber apreciado esa única muñeca, que, encima, era de cartón y ni se podía mojar...), pero éste siempre fué EL muñeco. El que continuó durmiendo conmigo durante eras geológicas (porque tener, ya tengo quince añitos... en cada pata) y el que me valió sonadas rechiflas, porque la verdad es que, cuando uno coge la costumbre de dormir agarrado a la almohada, no pasa nada... pero como tengas la desdicha de dormir como un bebé agarrado a un perro de trapo cuando ya peinas canas... en fin... ¡Pero es que es lo más cómodo que hay en el mundo! Obviamente, ahora tengo un osito de peluche grande con el que dormir - y al que no le gustan precisamente los perros - pero cuando duermo sola y la gata no está de humor para que la sobe, sólo me queda él... (en cuanto al nombre, gracias, otros treinta años más de puteo no me apetecen, así que lo guardo en el más celoso y estricto "economato", como dice Gomaespuma)

Aquí podéis evaluar cómo lo han tratado veintiocho años y miles de remiendos...

miércoles, 28 de marzo de 2007

La playa


Yo ahora que he crecido pienso que la playa es un rollo. Cuando era chica me encantaba. Como mis padres eran maestros y tenían muy poco sueldo pero muchas vacaciones nos tirábamos dos meses yendo todos los días. Por que tenían poco sueldo, también, porque si no nos hubiéramos ido por lo menos un mes de viaje, que eso también nos gustaba mucho. Y porque vivíamos en un pueblecito costero, que si no el poco sueldo no hubiera alcanzado para unas vacaciones con apartamento.
Yo creo que a mis padres también les gustaba mucho. Y yo creo que era porque, en cuanto llegábamos a la arena nos perdíamos de vista, y eso que la playita era un charco con piedrecillas, de puro reducida. Tenía tres chiringuitos y un balneario que siempre estaba vacío si exceptuábamos a los pocos pollos pera que iban quedando y a sus rancios progenitores. Así que las instalaciones hosteleras ocupaban más que la escasa arena, pero bueno. Total, que nos alejábamos lo más posible de nuestros ancestros, que tampoco se agobiaban vigilando por si nos ahogábamos, pegábamos o perdíamos. Ellos tomaban el sol, poquito, charlaban con los amigos (una barbaridad) o se tomaban algo en el chiringuito (rarísimo, por lo del poco sueldo). Y se bañaban y nadaban mucho, la verdad. A mí mi papi me parecía un trasatlántico, fíjate, y eso que es chiquinino.
Yo ahora veo que los niños no se pierden. En cuanto llegas a la playa ya te están dando el cognazo, porque son incapaces de meterse en el agua sin su papi, su mami o su tío. Y están pidiendo todo el rato cosas. Sobre todo cosas que cuestan dinero. Las cosas que son gratis o te has traído de casa nunca les apetecen. Y, claro, no te dejan charlar con los amigos. Y, claro, no puedes tomar el sol para nada, aunque eso casi está bien, porque yo recuerdo que cuando éramos chicos no nos quemábamos nunca, yo que soy muy blanquita no me ponía ni roja ni morena, y ahora tenemos que estar untando cada media hora a los niños, y la media hora suele cumplirse justo cuando han decidido alejarse un poco. Y los estamos vigilando todo el tiempo, y eso que ahora todos los niños nadan estupendamente porque todos han ido a cursillos de natación y nosotros de chicos no íbamos.
En la playa había bastante gente, entre adultos y niños. Éramos muchos niños, y jugábamos a de todo. Teníamos unos neumáticos enormes, negros, que debían ser cámaras de rueda de camión, y eso era más divertido que los donuts de Guadalpark. Y en medio de la cala, a unos setenta metros de la orilla, había una balsa con trampolines y siempre hacíamos carreras para llegar a ella y así aprendimos a nadar todos los niños, porque la balsa parecía siempre una patera de petada que estaba de personal.
El pueblecito se llenaba de personal de la “caspital” cada mes de agosto, pero el mogollón no nos molestaba. La gente que llegaba de la ciudad llegaba con “ínfulas”, que yo de chica creía que eran las bimbas esas de inflar las colchonetas y los flotadores, pero no, resulta que era que tenían mucha tontería y aires de superioridad. La generala de la colonia de veraneo era igualita que Pitita Ridruejo, y tenía por lo menos nueve hijos, que ya era tener hijos, a cual más creído. Pero nos reíamos de ellos, y, además, solo había que soportarlos durante el mes de Agosto.
Pero ahora me parece que la playa es un rollo. Un apartamento cuesta una pasta, el sol quema, los niños no se bañan solos Y piden refrescos y doritos todo el rato.

lunes, 26 de marzo de 2007

Memorias de una adolescente (by AnaE)




Así era Miguel Bosé hace la tira de años. Entonces gustaba a todas las mujeres, de todas las edades, aunque no fuera por su música. También llaman la atención, tantos años después, las indumentarias (¡qué espanto! pero el tema de la moda se tratará otro día).
No nos resistimos a incluir dos imágenes que suponen un verdadero agravio comparativo, pero solo él tiene la culpa, no el tiempo.


Miguel Bosé en el año 15 A.C. y Miguel Bosé en el año 15 D.C.

lunes, 19 de marzo de 2007

Y de unas ganas de comerrrr...



No cabe duda que a la mayoría de nosotros/as nos iniciaron en el consumo del vino a muy corta edad. En los años del llamado desarrollismo económico, cuando nuestros progenitores, preocupados por ese otro desarrollo que era el de sus hijos/as, no dudaban en administrarnos antes de las comidas un buen vaso de vino quinado. Y es que "da unas ganas de comerrrr....!, como decía la publicidad de la radio y la televisión. Un buen suplemento alimentario además de la leche y el queso que nos enviaban los americanos y que repartían en las escuelas.
De esta manera nos tragábamos, sin rechistar -es la verdad- porque apetitoso sí que estaba, nada más y nada menos que un vaso de vino de 15º.
Bueno algun@s tal vez se iniciaran en el consumo de alcohol estando todavía en la cuna, cuando tras pasar horas llorando, los adultos llegaban a la conclusión de que, comid@ y limpi@, sólo se puede llorar por gases y nada mejor para tranquilizar al bebé que el anís. Pero mejor mojar el chupete en anís, ¿para qué hacer una infusión si esto es más rápido y a él/ella le gusta?
¿No nos iba a gustar?. Seguramente dirían algo así como: "¡qué bien le ha sentado!, le ha calmado el estómago". ¡Como para no calmarlo! Y el chupete...¡cualquiera lo soltaba entonces! Claro que lo malo es que esto debía crear hábito y los adultos más sensatos terminarían recurriendo a otros medios, pero otros, más insensatos, acababan introduciendo a su descendencia en un incipiente alcoholismo.

Y esto, como decía al principio, tenía su continuidad con todo tipo de brebajes para "tonificar" nuestros débiles cuerpos de herederos de posguerra: ponches de huevos batidos con leche, con vino y de manera especial con vasos de vino quinado, que es lo que nos ocupa.
Los bodegueros habían descubierto el filón al añadir a un vino dulce un poco de quina, que no es más que el líquido extraído de la corteza del quino, que tiene propiedades tonificantes, que es lo que realmente vendía.
Y al amparo de los santos, San Clemente y Santa Catalina, por lo que no podían ser malos, nos tomábamos todos los días nuestra copita.
Los publicistas conocían perfectamente el intervencionismo clerical durante el franquismo y la sociedad, sin más remedio, se dejaba querer por dicha intervención.
Nada mejor que nombres de santos para los nuevos productos, para transmitir, así, la aprobación eclesiástica del mismo. ¡Cuántos productos con nombres santos perduran aún desde esa época!, sobre todo en las panaderías, en los hornos de San...., que por cierto, siempre eran santos y nunca santas.
En esa época competían en las propiedades tonificantes de los vinos que consumíamos una santa y un santo. Santa Catalina paracía ser el más popular de los vinos quinados, tal vez por ser ligeramente más barato, pero San Clemente, de mayor campaña televisiva, regalaba su muñequito Kinito seguramente enviando un montón de tapas. Pero era tan graciosillo con ese flequillo cuando decía: ¡y da unas ganas de comerrr....!
Los publicistas del San Clemente fueron unos adelantados de su tiempo, unos visionarios, diría yo, pues se dieron cuenta hace unos cuarenta años de que el uso de la k se terminaría haciendo extensivo entre los jóvenes, en sus mensajes, etc, de ahí que ellos ya usaran la marca "Kina San Clemente", mientras los de Santa Catalina, más correctos con el lenguaje seguían refiriendo lo de Quina Santa Catalina.
Pero con ambos "¡daban unas ganas de comerrr...!