
También ocurría en los setenta que no había mucho que elegir en cuanto a vestuario se refiere: podías ser hippie o podías ser hortera. La moda de los setenta era sencillamente espantosa: tejidos sintéticos, estampados geométricos de colores chillones, formas de lo más desfavorecedoras en los vestidos, pantalones con enormes campanas, bisutería tipo “collar de cocos” o pendientes “rueda de bicicleta” y, sobre todo, estaban aquellos horribles zapatones con tacones de quince centímetros y plataformas de siete, absolutamente inevitables, porque en las zapaterías no había otra cosa.
Para las y los que detestábamos semejante propuesta de vestuario, o simplemente no podíamos permitirnos ir “a la última”, existía una segunda opción: el “look harapiento”, que nosotros llamábamos, inocentemente, “hippie”. Los vaqueros gastados o metidos en lejía y la amplia camisa procedente del fondo de armario paterno. Combinados con plataformas, por supuesto, porque ahí no había posibilidad de elección. Sí que estaban los botines deportivos, entonces llamados “tenis”, pero eso era solamente para las clases de “gimnasia”, y no le ibas a coger los zapatos a tu madre, porque otra cosa que pasaba cuando aquello es que la brecha generacional era insalvable, un abismo, vamos, y no solo en el vestir, sino en todos los aspectos. Nosotros y nuestros padres éramos, no ya solo de especies diferentes, sino de planetas diferentes. Además estaba la cuestión talla, que nuestras madres tenían unos pies que ni las chinas, que todas calzaban un 35 y consideraban como de marimacho y degeneración de la raza que nosotras usáramos un 36, o un 37, las más altas.
Y de complementos, nada. Con suerte habías logrado sustituir tus primeros pendientes por otros pelín más grandecitos. Seguro que todos y todas teníamos una cadenita de oro con medalla (las niñas) o crucifijo (los niños), pero no la usábamos, porque todos éramos ateos, por supuesto (los del “look hippie”, por lo menos, los del “look hortera” es que llevaban los collares esos multifunción de los que he hablado antes). Yo estaba loca de contento porque una amiga me había regalado una bonita gargantilla de plata que conservé y usé años y años.
Si a esto sumamos los cuellos exagerados, las chaquetas entalladas y los pantalones de campana de los chicos, también subidos –cómo no- en sus plataformas, con una sabia elección de colores tales como amarillo chillón, blanco, rosa y azul celeste, creo que podemos afirmar que nunca la moda ha vivido un momento peor...
Yo con la foto como que he hecho un montaje, porque ya os digo que nunca me pude permitir ir a la última, pero invito a mis compis de blog a que incluyan las suyas en este mismo artículo (si es que las tienen, claro).