miércoles, 16 de mayo de 2007

Y otra potita web de recuerdos telarañosos


Si os apetece volver a ver cómo era el "Un, dos, tres" en los sesenta, o saber qué fué de Buck Rogers... Si queréis recordar los programas que veíais en la tele mientras comíais la merienda... Si queréis saber qué pasó con los autores de aquellas canciones tan cutres que bailábamos en los ochenta...

ÉSTA ES VUESTRA WEB.

jueves, 3 de mayo de 2007

La moda en los setenta II

Lo que sí que me gustaba a mí en los 70 eran las minifaldas, en fin, es un decir, porque mi mami no me dejaba llevar ninguna que subiese dos dedos de la rodilla, pero, al igual que muchas de mis amigas, me la remangaba lo más que podía en cuanto que salía de casa, lo cual tenía el inconveniente de no poder lucir cintura. Cuanto más puritanas eran nuestras madres, más abultaba el falso michelín.
Yo por tener solo tenía una minifalda escocesa, y la tenía porque era del uniforme del coro del instituto y había que tenerla, y tenía que ser corta, que si no me hubiera tenido que conformar con una midi o maxi, que se decía así y por eso no le pongo comillas. Y claro, me la ponía un día sí y otro no. Me hubiera gustado tener unos pantalones todos modernos como los de las chicas de ABBA, que hacían furor entonces, pero no había pasta ni para vaqueros normales.
Para empeorar la situación de mi fondo de armario, que digo fondo porque es que se veía a base de no haber ropa para taparlo, mi tía Mari, por lo demás una bellísima persona, me hizo un par de modelitos. Antes de describirlos, y en su descargo, debo decir que mi tía es una excelente modista sin más defecto que el de utilizar demasiada fibra sintética. Eso no hubiera sido un problema en los años en que esas fibras eran las reinas, y además sus niñas llevaban unos vestidos lindísimos. Pero no sé por qué yo tenía la impresión de que mi tía me odiaba (por supuesto ella es completamente incapaz de odiar a nadie). Pero cuando me hacía a mí algo de ropa... Si era una falda, la falda tenía las mismas hechuras y dimensiones que si la hubiera hecho para una señora de 50 frondosita. Si era un conjunto o vestido... pasemos a la imagen, que ya se sabe que vale más que mil palabras.

He dibujado los dos modelos más gloriosos que me confeccionó. El de la corbata amarilla y gorro de cocinero no necesita comentarios. Solo decir que, al igual que el plisado con torerita, era de crep de dos centímetros de grueso. Con respecto a este último, se plisaba justo en el nacimiento del pecho, lo cual, dado el perímetro de los menos cien centímetros que yo lucía en mi adolescencia, me daba aspecto de gigantesco balón de playa. O me lo hubiera dado, caso de ponérmelo, que por supuesto no me lo puse. La torerita además tenía una anchura de hombros que ni el océano Atlántico. Pero gracias a los dos modelitos que jamás estrené, por supuesto, tuve que ponerme mi minifalda también los días de en medio. Con lo que me gustaba a mí la ropa de las chicas de ABBA...

domingo, 15 de abril de 2007

La moda en los 70

Cuando yo era adolescente no tenía qué ponerme, además de verdad. Cuando era yo chica estrenábamos todos los domingos de Ramos y llevábamos uniforme al cole, aunque era público, y eso estaba muy bien, porque no se notaba que no tenías mucha ropa, que yo creo que se hacía por lo mismo. Pero en el Instituto había niñas que tenían mucha ropa y eran las más admiradas, que las que solo teníamos cerebro estábamos muy mal vistas.
También ocurría en los setenta que no había mucho que elegir en cuanto a vestuario se refiere: podías ser hippie o podías ser hortera. La moda de los setenta era sencillamente espantosa: tejidos sintéticos, estampados geométricos de colores chillones, formas de lo más desfavorecedoras en los vestidos, pantalones con enormes campanas, bisutería tipo “collar de cocos” o pendientes “rueda de bicicleta” y, sobre todo, estaban aquellos horribles zapatones con tacones de quince centímetros y plataformas de siete, absolutamente inevitables, porque en las zapaterías no había otra cosa.
Para las y los que detestábamos semejante propuesta de vestuario, o simplemente no podíamos permitirnos ir “a la última”, existía una segunda opción: el “look harapiento”, que nosotros llamábamos, inocentemente, “hippie”. Los vaqueros gastados o metidos en lejía y la amplia camisa procedente del fondo de armario paterno. Combinados con plataformas, por supuesto, porque ahí no había posibilidad de elección. Sí que estaban los botines deportivos, entonces llamados “tenis”, pero eso era solamente para las clases de “gimnasia”, y no le ibas a coger los zapatos a tu madre, porque otra cosa que pasaba cuando aquello es que la brecha generacional era insalvable, un abismo, vamos, y no solo en el vestir, sino en todos los aspectos. Nosotros y nuestros padres éramos, no ya solo de especies diferentes, sino de planetas diferentes. Además estaba la cuestión talla, que nuestras madres tenían unos pies que ni las chinas, que todas calzaban un 35 y consideraban como de marimacho y degeneración de la raza que nosotras usáramos un 36, o un 37, las más altas.
Y de complementos, nada. Con suerte habías logrado sustituir tus primeros pendientes por otros pelín más grandecitos. Seguro que todos y todas teníamos una cadenita de oro con medalla (las niñas) o crucifijo (los niños), pero no la usábamos, porque todos éramos ateos, por supuesto (los del “look hippie”, por lo menos, los del “look hortera” es que llevaban los collares esos multifunción de los que he hablado antes). Yo estaba loca de contento porque una amiga me había regalado una bonita gargantilla de plata que conservé y usé años y años.
Si a esto sumamos los cuellos exagerados, las chaquetas entalladas y los pantalones de campana de los chicos, también subidos –cómo no- en sus plataformas, con una sabia elección de colores tales como amarillo chillón, blanco, rosa y azul celeste, creo que podemos afirmar que nunca la moda ha vivido un momento peor...
Yo con la foto como que he hecho un montaje, porque ya os digo que nunca me pude permitir ir a la última, pero invito a mis compis de blog a que incluyan las suyas en este mismo artículo (si es que las tienen, claro).

miércoles, 4 de abril de 2007

El perro de trapo


Ese muñeco de trapo que veis ahí es una auténtica reliquia. Lleva conmigo veintiocho años. Me lo hizo mi madre con un patrón de aquéllos que sacaba de las revistas de moda para niños.

Durante unos años disputó el liderazgo con un tal Pitirolo, un muñeco de extremidades larguísimas que recuerdo vagamente y que salió de casa un día que vinieron unos gitanos a pedir a la puerta con una niña de mi edad. Yo quería compartir mi abundante arsenal lúdico con ella, de modo que intenté regalarle una muñeca rubia con vestido azul, como la de la canción. Era una muñeca que me había traído mi padre cuando navegaba, y que daba volteretas ella sola. Me daba terror, porque era clavadita a todas las muñecas que salían en los reportajes sobre casas encantadas. Muñecas a las que se les encendían los ojos rojos cuando se quedaban a oscuras... Pero yo reconocía que, leche, aunque diera miedo, la muñeca era un puntazo para aquella nena despeinada, preciosa, de ojos negros enormes que ya le hacían chiribitas sólo de ver la muñeca. Pero mi madre, diplomática ella, pensó "a ver qué le digo al marido cuando llegue y pregunte dónde está la muñeca tan cara que le trajo de su último viaje... ¿que se la di a los gitanos?". De modo que me dijo: "Dale al Pitirolo". "Mamááááá, al Pitirolo noooooooooo..." Pues me quedé sin el Pitirolo, y la puñetera muñeca siguió aterrorizando mis noches durante años (jamás jugué con ella). Y la pobre gitanilla se fué con un muñeco que yo adoraba, sí, pero que era un muñeco cutre de trapo y felpa. Es como cuando le traigo un juguete a mi gata de una tienda pija de animales. No le hace ni caso. Pero, ah, le das una goma elástica o un gurruño de papel... y se pasa horas jugando. Por eso no me extraña ver a veces a los críos aburridos con unos juguetes de la releche. Vete tú a saber si no estarían más entretenidos con cualquier chorrada que los adultos ni siquiera recordamos que se puede usar como juguete... Qué felices son las almas sencillas cuando se les deja ser sencillas, y qué prosa más "repollo" me sale cuando me dejan suelta...

Volviendo al sujeto de la foto: Fui una niña muy mimada,lo cual suponía a finales de los setenta y en los primeros ochenta tener hasta unos cien muñecos (mi madre tenía una sola muñeca, gracias, y encima la tenía que compartir con su hermana más próxima en edad. Qué diferente tiene que haber sido su niñez ya sólo por eso, y cuánto tiene que haber apreciado esa única muñeca, que, encima, era de cartón y ni se podía mojar...), pero éste siempre fué EL muñeco. El que continuó durmiendo conmigo durante eras geológicas (porque tener, ya tengo quince añitos... en cada pata) y el que me valió sonadas rechiflas, porque la verdad es que, cuando uno coge la costumbre de dormir agarrado a la almohada, no pasa nada... pero como tengas la desdicha de dormir como un bebé agarrado a un perro de trapo cuando ya peinas canas... en fin... ¡Pero es que es lo más cómodo que hay en el mundo! Obviamente, ahora tengo un osito de peluche grande con el que dormir - y al que no le gustan precisamente los perros - pero cuando duermo sola y la gata no está de humor para que la sobe, sólo me queda él... (en cuanto al nombre, gracias, otros treinta años más de puteo no me apetecen, así que lo guardo en el más celoso y estricto "economato", como dice Gomaespuma)

Aquí podéis evaluar cómo lo han tratado veintiocho años y miles de remiendos...

miércoles, 28 de marzo de 2007

La playa


Yo ahora que he crecido pienso que la playa es un rollo. Cuando era chica me encantaba. Como mis padres eran maestros y tenían muy poco sueldo pero muchas vacaciones nos tirábamos dos meses yendo todos los días. Por que tenían poco sueldo, también, porque si no nos hubiéramos ido por lo menos un mes de viaje, que eso también nos gustaba mucho. Y porque vivíamos en un pueblecito costero, que si no el poco sueldo no hubiera alcanzado para unas vacaciones con apartamento.
Yo creo que a mis padres también les gustaba mucho. Y yo creo que era porque, en cuanto llegábamos a la arena nos perdíamos de vista, y eso que la playita era un charco con piedrecillas, de puro reducida. Tenía tres chiringuitos y un balneario que siempre estaba vacío si exceptuábamos a los pocos pollos pera que iban quedando y a sus rancios progenitores. Así que las instalaciones hosteleras ocupaban más que la escasa arena, pero bueno. Total, que nos alejábamos lo más posible de nuestros ancestros, que tampoco se agobiaban vigilando por si nos ahogábamos, pegábamos o perdíamos. Ellos tomaban el sol, poquito, charlaban con los amigos (una barbaridad) o se tomaban algo en el chiringuito (rarísimo, por lo del poco sueldo). Y se bañaban y nadaban mucho, la verdad. A mí mi papi me parecía un trasatlántico, fíjate, y eso que es chiquinino.
Yo ahora veo que los niños no se pierden. En cuanto llegas a la playa ya te están dando el cognazo, porque son incapaces de meterse en el agua sin su papi, su mami o su tío. Y están pidiendo todo el rato cosas. Sobre todo cosas que cuestan dinero. Las cosas que son gratis o te has traído de casa nunca les apetecen. Y, claro, no te dejan charlar con los amigos. Y, claro, no puedes tomar el sol para nada, aunque eso casi está bien, porque yo recuerdo que cuando éramos chicos no nos quemábamos nunca, yo que soy muy blanquita no me ponía ni roja ni morena, y ahora tenemos que estar untando cada media hora a los niños, y la media hora suele cumplirse justo cuando han decidido alejarse un poco. Y los estamos vigilando todo el tiempo, y eso que ahora todos los niños nadan estupendamente porque todos han ido a cursillos de natación y nosotros de chicos no íbamos.
En la playa había bastante gente, entre adultos y niños. Éramos muchos niños, y jugábamos a de todo. Teníamos unos neumáticos enormes, negros, que debían ser cámaras de rueda de camión, y eso era más divertido que los donuts de Guadalpark. Y en medio de la cala, a unos setenta metros de la orilla, había una balsa con trampolines y siempre hacíamos carreras para llegar a ella y así aprendimos a nadar todos los niños, porque la balsa parecía siempre una patera de petada que estaba de personal.
El pueblecito se llenaba de personal de la “caspital” cada mes de agosto, pero el mogollón no nos molestaba. La gente que llegaba de la ciudad llegaba con “ínfulas”, que yo de chica creía que eran las bimbas esas de inflar las colchonetas y los flotadores, pero no, resulta que era que tenían mucha tontería y aires de superioridad. La generala de la colonia de veraneo era igualita que Pitita Ridruejo, y tenía por lo menos nueve hijos, que ya era tener hijos, a cual más creído. Pero nos reíamos de ellos, y, además, solo había que soportarlos durante el mes de Agosto.
Pero ahora me parece que la playa es un rollo. Un apartamento cuesta una pasta, el sol quema, los niños no se bañan solos Y piden refrescos y doritos todo el rato.

lunes, 26 de marzo de 2007

Memorias de una adolescente (by AnaE)




Así era Miguel Bosé hace la tira de años. Entonces gustaba a todas las mujeres, de todas las edades, aunque no fuera por su música. También llaman la atención, tantos años después, las indumentarias (¡qué espanto! pero el tema de la moda se tratará otro día).
No nos resistimos a incluir dos imágenes que suponen un verdadero agravio comparativo, pero solo él tiene la culpa, no el tiempo.


Miguel Bosé en el año 15 A.C. y Miguel Bosé en el año 15 D.C.

lunes, 19 de marzo de 2007

Y de unas ganas de comerrrr...



No cabe duda que a la mayoría de nosotros/as nos iniciaron en el consumo del vino a muy corta edad. En los años del llamado desarrollismo económico, cuando nuestros progenitores, preocupados por ese otro desarrollo que era el de sus hijos/as, no dudaban en administrarnos antes de las comidas un buen vaso de vino quinado. Y es que "da unas ganas de comerrrr....!, como decía la publicidad de la radio y la televisión. Un buen suplemento alimentario además de la leche y el queso que nos enviaban los americanos y que repartían en las escuelas.
De esta manera nos tragábamos, sin rechistar -es la verdad- porque apetitoso sí que estaba, nada más y nada menos que un vaso de vino de 15º.
Bueno algun@s tal vez se iniciaran en el consumo de alcohol estando todavía en la cuna, cuando tras pasar horas llorando, los adultos llegaban a la conclusión de que, comid@ y limpi@, sólo se puede llorar por gases y nada mejor para tranquilizar al bebé que el anís. Pero mejor mojar el chupete en anís, ¿para qué hacer una infusión si esto es más rápido y a él/ella le gusta?
¿No nos iba a gustar?. Seguramente dirían algo así como: "¡qué bien le ha sentado!, le ha calmado el estómago". ¡Como para no calmarlo! Y el chupete...¡cualquiera lo soltaba entonces! Claro que lo malo es que esto debía crear hábito y los adultos más sensatos terminarían recurriendo a otros medios, pero otros, más insensatos, acababan introduciendo a su descendencia en un incipiente alcoholismo.

Y esto, como decía al principio, tenía su continuidad con todo tipo de brebajes para "tonificar" nuestros débiles cuerpos de herederos de posguerra: ponches de huevos batidos con leche, con vino y de manera especial con vasos de vino quinado, que es lo que nos ocupa.
Los bodegueros habían descubierto el filón al añadir a un vino dulce un poco de quina, que no es más que el líquido extraído de la corteza del quino, que tiene propiedades tonificantes, que es lo que realmente vendía.
Y al amparo de los santos, San Clemente y Santa Catalina, por lo que no podían ser malos, nos tomábamos todos los días nuestra copita.
Los publicistas conocían perfectamente el intervencionismo clerical durante el franquismo y la sociedad, sin más remedio, se dejaba querer por dicha intervención.
Nada mejor que nombres de santos para los nuevos productos, para transmitir, así, la aprobación eclesiástica del mismo. ¡Cuántos productos con nombres santos perduran aún desde esa época!, sobre todo en las panaderías, en los hornos de San...., que por cierto, siempre eran santos y nunca santas.
En esa época competían en las propiedades tonificantes de los vinos que consumíamos una santa y un santo. Santa Catalina paracía ser el más popular de los vinos quinados, tal vez por ser ligeramente más barato, pero San Clemente, de mayor campaña televisiva, regalaba su muñequito Kinito seguramente enviando un montón de tapas. Pero era tan graciosillo con ese flequillo cuando decía: ¡y da unas ganas de comerrr....!
Los publicistas del San Clemente fueron unos adelantados de su tiempo, unos visionarios, diría yo, pues se dieron cuenta hace unos cuarenta años de que el uso de la k se terminaría haciendo extensivo entre los jóvenes, en sus mensajes, etc, de ahí que ellos ya usaran la marca "Kina San Clemente", mientras los de Santa Catalina, más correctos con el lenguaje seguían refiriendo lo de Quina Santa Catalina.
Pero con ambos "¡daban unas ganas de comerrr...!

sábado, 17 de marzo de 2007

Mi serie favorita: La familia Monster

En verdad se llamaban Los "Munsters"... Esta familia incalificable, monstruosa pero enormemente divertida, hacía nuestras delicias en la infancia, tan tierna ella pero tan aficionada al terror y esas cosillas... No duró mucho y, además de no durar mucho, aún la pudimos ver menos, porque hasta que yo no tuve ocho años no tuvimos tele (de verdad de la buena) y para entonces no deberían quedar ya muchos capítulos que emitir de tan deliciosa serie.
Por supuesto, vivían en un caserón la mar de gótico y lúgubre. El paterfamilias, Hermann Munster era igualito que Frankestein. Igualito física y químicamente, enorme y desmañado. Su esposa, Lily, me parecía a mí el colmo de la guapura. Mis ideales de belleza femenina por entonces eran ella y Milady (Los tres mosqueteros). El mechón blanco de su cabellera era lo más elegante y sofisticado que yo había visto por entonces. Era hija de Drácula (qué pedigrée...) pero perfecta esposa y madre. Madre de Eddie, un niño lobo, al que en el cole tienen por raro (¿por qué será?). Un pelín irascible, pero no por su naturaleza de licántropo, sino por su naturaleza de preadolescente, creo yo.
El abuelete, lindísimo. Por supuesto, duerme siempre en su ataud, y, cuando está despierto pasa el tiempo en su laboratorio ideando filtros extraños.
La sobrina de Lily, Marilyn, es la única "normal" de la familia. Tiene las típicas aspiraciones de casarse y formar una familia, pero todos sus pretendientes se esfuman amedrentados al conocer a sus parientes. Claro que estos piensan que si no encuentra marido es porque es terriblemente fea, la pobre.
La serie era genial, perfecta combinación del thriller y el sainete. Y la ambientación, los decorados, el maquillaje y el guión no tenían desperdicio. Podéis ver algunos fragmentos en You-Tube.


viernes, 9 de marzo de 2007

Mi última muñeca


Gracias a la página (en verdad extraordinaria) que nos ha recomendado Mar (“Te acuerdas?”) he encontrado una imagen de mi última muñeca. La verdad es que quise siempre conservarla, pero corrió la misma suerte que mi colección de muñecas de trapo de mis años universitarios: acabaron todas en manos de mis primas, todas más chicas que yo, a las que las regalaba en cuanto que una de ellas lo pedía, aunque fuera solo con la mirada (no eran unas aprovechadas, que conste).Y quería conservar mi última muñeca porque era la muñeca que había deseado, sin conseguirla, durante toda mi infancia. Si hubiera habido Barbies me habría vuelto loca con ellas, igual que mi hija, que tuvo la suerte de reunir cuarenta. Pero, año tras año, los reyes insistían en dejarme cada 6 de Enero una muñeca bebé. Ya lo he dicho. No me gustaban las muñecas bebé. Existe aún el mito de que las niñas jugamos con muñecas por el instinto de la maternidad. Falso. Las niñas, con las muñecas, jugamos simplemente a ser mayores, igual que los niños. ¿Que los niños no juegan con muñecas? Claro, es verdad, los playmobil y esos espantosas figuras de bichos de otra galaxia no son muñecos... Y, claro, siempre deseé una muñeca que pareciera una chica joven, que se pareciera a la chica joven que yo quería ser. Cuando aquello no vendían baterías de ropa para las muñecas. También me habría encantado. Creo que todas las niñas de aquella época hemos confeccionado, casi siempre con resultados desastrosos, algún vestidito para nuestra muñeca. Eso nos hacía aprender a coser, todo hay que decirlo. Al vestir a las muñecas jugábamos también a arreglarnos de mayores, algo así como lo que hacíamos también poniéndonos a escondidas las ropas de mamá y pintándonos ojos y labios en su ausencia. Pero esa muñeca llegó tarde. Con once años yo ya no jugaba con muñecas. Sí que me hizo ilusión, pero no llegué a disfrutarla como hubiera hecho simplemente un año antes.Además, me parecía preciosa. No me la hubieran podido dejar antes los reyes, que yo ya sabía que no eran los reyes. Fue el año en que se creó la Nancy. Llevaba un vestido rosa muy cursi que aún hoy recuerdo con todo detalle. Igual que sus ojos grandes y redondos y su melena rubia cobriza.

sábado, 3 de marzo de 2007

Un link para el recuerdo.

Una amiga me ha recomendado esta web para dar el salto en el tiempo y recordar aquella canción o aquel cómic del que ya no nos acordábamos:

lunes, 26 de febrero de 2007

Las Tres Marías I.- La gimnasia


A lo largo de toda mi vida académica, desde parvulitos hasta la licenciatura, me persiguieron tres fantasmas, las tres Marias: gimnasia, política y religión. Hoy recordaré la que fue mi pesadilla hasta el final: la gimnasia. Al principio no existía el chándal, para clase de gimnasia teníamos un uniforme especial que consistía en blusa, falda (algo más corta que la del uniforme) y pololos. Los pololos eran una prenda peculiar que luego podía ser usada en las obras de teatro, sobre unos leotardos negros, y quedaba estupendamente para hacer de rey – que era el papel que a mí siempre me tocaba – en las obras del Siglo de Oro.La señorita de gimnasia no era monja, era de la Sección Femenina, igual que la que daba Política. Al empezar la clase había que formar y alinearse, que consistía en estirar el brazo derecho hasta tocar el hombro izquierdo de la compañera y luego, de frente, la espalda de la de delante. Eso quedaba vistoso, luego había que subir los brazos, abrirlos, cerrarlos, agacharse, levantarse, etc. Aquí empezaban los problemas, entonces no se hablaba de lateralidad, en aquella época si no coordinabas bien la pierna izquierda con el brazo derecho simplemente eras una inútil. Los ejercicios más comunes eran el potro, la cuerda – parece la Inquisición ¿verdad? - y el puente, pero el objetivo básico de la gimnasia era aprender a hacer el pino, si no sabías ya no eras calamidad, eras el desastre. Las “bestias” – que así llamábamos a las que eran buenas en gimnasia – conseguían ponerse cabeza abajo con una suavidad pasmosa, el resto solía poder hacer el pino “de a una”: te lanzabas con las manos hacia el suelo y, cogiendo impulso, si conseguías elevar una pierna, una compañera te levantaba la otra. En una escala inferior estaban “las de a dos”, que eran ayudadas por dos compañeras, una para cada pierna. En lo más ínfimo de la escala evolutiva estábamos las de “ni por esas”. A mi me invadía el pánico, al lanzarme cerraba los ojos, se me doblaban los brazos y daba de bruces contra el suelo. Las patosas formábamos una casta especial, que afortunadamente solo se evidenciaba en gimnasia, solíamos ser buenas estudiantes y al final nos aprobaban, aunque la expresión de desprecio de la señorita revelaba, sin lugar a dudas, que había sido un regalo.

martes, 20 de febrero de 2007

"La rarita"


Me resulta un poco extraño recordar mi primera comunión, ahora que estoy batallando a brazo partido con la curia para que me den la apostasía. Recuerdo que me hizo ilusión porque era un día en el que te sentías protagonista y te hacían más regalos que en un cumpleaños. La hice con ocho años, y debía de tener uso de razón porque empecé a tener ideas bastante izquierdistas ya entonces...(En catequesis me tenían como "la rarita" porque no le encontraba ni pies ni cabeza a las historias que nos contaban y hacía preguntas, cuando se suponía que tenías que ir a escuchar, tragártelo todo y callar)

Ahora lo veo raro porque las comuniones son como bodas, pero por entonces ni te dejaban escoger los recordatorios (fui la única de mi generación que no tuvo recordatorio con foto) ni el vestido (me lo hicieron mi tía Mary y mi madre según un patrón sosísimo que habían sacado de una revista, y con una tela rígida que picaba un huevo, y perdón por el exabrupto, PERO PICABA UN HUEVO), y sólo hubo cuatro niñas más conmigo en la celebración; mis tres amigas de siempre y una amiga del colegio.

Por mi comunión me regalaron mi primera cámara, una Kodak con la que hice mis primeros pinitos (la primera foto que tomé en mi vida fué de mi ojo...cogiendo la cámara al revés), un par de muñecas, un libro, el consabido álbum nacarado para poner las fotos de la comunión y un estuche de pinturas.

En la ceremonia llevé el copón, por lo cual me sentí orgullosa en su momento, y con la Hostia (no, esta vez no es un exabrupto) probé el vino por primera vez (aún ahora sigue sin gustarme). A la salida me cayó un capón por jugar a espadachines con la vela con otra compañera de comunión (parece ser que la dichosa vela tenía un vago significado místico y no se podía "profanar" jugando con ella).

La comida la hicimos en casa - hoy en día te miran mal si no celebras la comunión en un restaurante y por todo lo alto - y como no podía ser menos, me tiré Fanta de naranja en el vestido, por lo que me cambiaron y me empaquetaron el vestido de comunión de mi prima Tina, que era infinitamente más bonito (y era de raso, una delicia sobre la piel escocida del roce con el otro vestido), aunque también infinitamente más estrecho, porque mi prima hizo la comunión más pequeña y encima era más menuda que yo. El vestido no abrochaba, pero aún así me quise hacer la foto con él (el de la foto que he puesto es el mío original, el rígido-almidonado).

Tengo un buen recuerdo, ideologías aparte, porque fue un día bonito y vino gran parte de la familia, y porque me dejaron comer bistec con patatas fritas mientras los demás se ponían las botas con marisco, que a mí no me hacía mucha gracia entonces. Pero...a mi madre y a mi tía, lo de ese vestido...¡¡NO SE LO PERDONARÉ NUNCA!!

domingo, 18 de febrero de 2007

Amedrentado por la comunión



Sin lugar a dudas, el de mi primera comunión no fué el día más feliz. Para aprovechar la ocasión, la hice con mi hermano, a la madura edad de seis años, con el debido "uso de razón" como se decía entonces.
Al suponerse que navegaría por las aguas de la pureza y de la santidad, me visiteron de marinero, raso, eso sí. Pero el miedo escénico podía conmigo y es que a pesar de haber estado tres horas o más sin probar bocado, tal vez sin haber bebido, tratando de ser complaciente con los preceptos de entonces, parece como si estuviera en el punto de mira de ese alguien que todo lo ve y al que no se puede engañar.
No tuve más remedio que resistirme a ser totalmente sincero en la confesión previa del día anterior. ¡Tenía que proteger mis orejas! El cura, que nos confesaba la tarde antes, vivía frente a mi casa y, por desgracia, sabía, con mi madurez de seis añitos, cómo se las gastaba. Todos los niños le temíamos pues ya en la catequesis había demostrado su enorme capacidad de tolerancia y comprensión.

A las niñas las confesaba el otro cura, ¡qué suerte!, y además se confesaban tras la rejilla, sin ver al cura. Nosotros, en cambio, lo hacíamos a cara descubierta, como en la ilustración.
A media tarde todos los niños en la iglesia, con cara mística, realizando el acto de contrición mientras esperábamos la apertura del confesionario. El cura ya estaba dentro desde hacía un rato, supongo que preparándose para lo que venía. ¿Qué pasaría por la mente de cada uno de nosotros en esa interminable espera? Estaba claro que el acto de contrición se reducía más a tratar de hacer una selección lo más ligth posible de los "enormes pecados" que hubiésemos cometido en nuestra ya dilatada vida. "¿Qué le digo?", "como le diga que...". Mientras, el Señor, crucificado parecía que te miraba, vigilante, adivinando tus pensamientos, y tú sentías esa mirada, pero no querías encontarte con ella...¡Qué peso tan enorme para una edad tan tierna!
¡Cuidado, ya se abre y se corre la cortinilla!.

"¡El primero!", se oye desde el interior. Todo el mundo traga saliva y repasa las palabras que tiene que decir. Menos mal que yo era el segundo, lo que me permitió cambiar rápidamente la selección de pecados escogidos, despreciando los que yo consideraba que podían ser más "serios" y que seguro que a esa edad serían absolutamente mortales, nada de veniales, y todo esto al ver que el primero desaparecía de vez en cuando hacia el interior del confesionario con un violento movimiento ocasionado por unas manos blancas que asomaban por la negra sotana y que le tiraban fuertemente de las orejas. "Esto no se lo digo, y esto tampoco...", no sólo no podía arriesgar mis orejas sino que no estaba dispuesto a soportar sus comentarios durante muchas tardes, cuando saliera de mi casa y el estuviera sentado en su puerta, como acostumbraba a hacer.

"¡El siguiente!", voz que hacía que mi corazón saliera de su cavidad mientras veía al primero que lloraba, con las orejas rojas, y se dirigía a un rincón a cumplir su penitencia. Procurando guardar las distancias para un oportuno retroceso que seguro que habría agravado el asunto, recité los pecados que yo suponía me salvarían de la inevitable tortura y...¡oh fortuna, tuve éxito!
Con esa madura edad y la acción de la catequesis, que insistía sobre todo en el castigo del infierno, yo no podía dirigirme al altar tranquilo, feliz, temía que en cualquier momento se interrumpiera el acto y alguien me delatara.
Los vapores del chocolate casero, con sus dulces correspondientes, en compañía de la familia, como se decía en los programas radiofónicos de discos dedicados, hicieron que pronto me olvidara de esa sensación de culpabilidad. Me quitaron el traje pues había que guardarlo para la procesión del día del Señor y luego se reciclaría en pantalón corto y blusa para vestir los domingos. Y, por fin, ya libre de las ataduras del evento me fuí a jugar con mis amigos que, me confesaron que habían hecho lo mismo que yo.
¡El primero siempre va con desventaja!

miércoles, 14 de febrero de 2007

La primera comunión

Cuando yo era chica, el día más importante de nuestra vida creo que era, sin dudarlo, el de la primera comunión· Todos teníamos que hacerla, y nos encantaba. No celebrábamos los cumpleaños salvo en rarísimas ocasiones, y el día de la primera comunión era casi el único en que podíamos sentirnos protagonistas y recibir ¡regalos! Los regalos eran poquita cosa, desde luego, algún libro de cuentos, un álbum todo cursi para pegar las fotos de ese día, algún dinerillo, que en mi caso llegó a las ¡cien pesetas!.. Para que os hagáis idea, con cien pesetas te podías comprar cien polos de los de chupar, doscientas canicas, veinte trompos, veinte láminas de muñecas recortables, cien cromos de los que se ganaban o perdían, treinta y tres sobres de cromos para el álbum, veinte cocacolas, podías ir un porrón de veces al cine, claro que sin palomitas...
Además, nos vestíamos casi como las novias. Yo creo que el vestido era lo que más ilusión nos hacía. Casi me amarga el día una mancha que me cayó en la convidada. Por dios, como si me lo fuera a poner más veces.
Antes de hacer la primera comunión nos lavaban bien el coco. No el pelo, que también, sino el coco. A eso le llamaban, y le llaman, catequesis. Como antes de la Consola hacíamos la comunión más chicos, a esto de los siete años, había cosas que no entendíamos muy bien. Por ejemplo, lo de los pecados. Los había mortales y veniales, según fueran de gordos, y había que contarle al sacerdote los que tú habías cometido para poder hacer la primera comunión. También había unos que se llamaban capitales, pero esos no nos los explicaban porque había palabras que no entendíamos, como gula o lujuria, y por lo visto los niños no podíamos cometerlos. Podíamos cometer veniales, sí, como llegar tarde a misa o robarle un caramelo al hermano, y creo que mortales también, porque era mortal tomar el nombre de Dios en vano y eso era decir palabrotas, que mi hermano Joaquín decía todo el rato caca y culo. Y también podías deshonrar a tu padre y a tu madre si te portabas mal delante de las visitas y podías decir mentiras y hurtar, que era lo mismo que robar pero más cosas. Y faltar a toda la misa, porque entonces no santificabas las fiestas, y matar, que yo no conocía a nadie que matara, y después cosas raras que no nos querían explicar pero que en los diez mandamientos venían, como desear la mujer del prójimo y cometer actos impuros. Y las cosas malas que habías hecho se las contabas al sacerdote el día antes y después tenías que tener mucho cuidado de no decir palabras feas ¡ni siquiera oírlas! antes de hacer la comunión porque entonces ya no podías porque estabas otra vez en pecado y si comulgabas en pecado cometías sacrilegio y eso sí que era un pecado más gordo todavía. Y tampoco podías desayunar porque también había que estar limpio por dentro para recibir al señor pero beber agua sí podías. De todos modos eso no nos importaba porque después de la primera comunión venía el banquete, con un montón de cosas ricas y tarta y dulces y cocacola. Iba muchísima gente, que recuerdo yo que en mi comunión había por lo menos treinta personas, porque también era la comunión de mis mejores amigos, que se ven en la foto, y aprovecharon para hacer la celebración todos juntos. Además nos dejaban tomarnos dos refrescos a cada uno.
La primera comunión la hacíamos a los siete años porque a esa edad decían que ya teníamos uso de razón, y eso era como entrar en la edad penal, porque no nos aumentaban la paga que era de un duro ni dejaban de llamarnos con el diminutivo que nos abochornaba delante de los amigos y las visitas, pero nos reñían mucho más y cobrábamos doble. Pero también nos sentíamos más adultos. Y sobre todo, llevábamos un vestido precioso, nosotras, o un traje de hombre, ellos, y nos hacían regalos, y había una fiesta que nos parecía enorme y de la que nosotros éramos los protagonistas. Y eso ocurría una vez nada más en toda la infancia y por eso era el día más importante.

lunes, 12 de febrero de 2007

Los ojos negros


Esta canción de corro es como las que habéis mencionado anteriormente, con niñas (los niños en mi cole no existían porque era femenino) en dos filas y una niña en el centro, en jarras y moviendo la cintura delante de la que pillara según la letra que va entre comillas:

Han puesto una librería
"con los libros muy baratos
con los libros muy baratos"
y un letrero que dice
"aquí se vende barato
aquí se vende barato".
María dame la capa
"que me voy a torear
que me voy a torear"
a mí no me mata el toro
"ni tampoco los toreros
ni tampoco los toreros"
a mí me mata una niña
"que tenga los ojos negros
que tenga los ojos negros"
y tú los tienes azules
"y por eso no te quiero
y por eso no te quiero".

Como puedes ver los ojos negros son los llevados al "summum" de la perfección, pero vamos, que los marrones como los míos también valen.
Saludos a los jóvenes de cuarenta y....

domingo, 11 de febrero de 2007

¿Te acuerdas de aquel tiempo en el que...?


¿Te acuerdas de aquel tiempo en el que las decisiones importantes se tomaban mediante un práctico: “Pito, pito, gorgorito, dónde vas tú tan bonito, a la era verdadera, pim pom fuera”?
Entonces las cosas, cuando se complicaban, se podían detener con un simple “No ha valido”. Los errores se arreglaban diciendo “Empezamos otra vez” y las discusiones terminaban con un “Bieeeeeeen”. El peor castigo y condena era, a lo sumo, que te hicieran escribir 100 veces “No debo…”.
Tener mucho dinero sólo significaba poder comprar más casas jugando al Monopoly o comprarte un helado o una bolsa de chucherías a la salida del cole.
Hacer una montaña de arena podía mantenernos felizmente ocupados durante toda una tarde.
Continuamente había una forma de salvar a todos los amigos, bastaba con un “Por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero”. Además te encantaba ser el más pequeño para ser “cascarón de huevo” y no tener que quedarla jugando al escondite o al coger. Y no era raro que tuvieras dos o tres mejores amigos, y te referías con “Es muy viejo” a aquel que tuviera más de 20 años.
Siempre descubrías tus más ocultas habilidades con un “A que no haces esto?”
Nunca había nada más lindo y prohibido que jugar con fuego, a pesar de que algún mayor te dijera “te vas a hacer pis en la cama”.
“Tonto el último” era el grito que nos hacía correr a todos como locos, hasta que sentíamos que el corazón se nos salía del pecho. Y el “poli-ladron” era sólo un juego para el recreo, y por supuesto era mucho más divertido ser ladrón que policía.
Los globos de agua era la más moderna, poderosa y eficiente arma que jamás se había inventado.
La mayor desilusión era sólo haber sido elegido último para el equipo del cole. La red de una cancha de tenis era de la altura perfecta para jugar al voley, y las reglas no importaban demasiado.
Los hermanos mayores eran el peor de los tormentos, pero también los más celosos, fieles y feroces protectores… (GRACIAS A TODOS).
Nunca faltaban los caramelos que tiraban los reyes en Navidad, ni las monedas o el billete que nos dejaba el Ratón Pérez bajo la almohada… y todo a cambio de un diente de leche!
“Guerra” sólo significaba arrojarse tizas y bolas de papel durante las horas libres en clase, pues la guerra era algo que habías sucedido antes de que naciéramos y que nunca más volvería a suceder.
Los helados constituían el grupo de los alimentos básicos y esenciales.
Tu bici se transformaba en una poderosa súper moto con sólo poner unos cartones pintados alrededor de su cuadro, o chapitas destellantes entre los radios de las ruedas. Y ya quitarle las ruedas pequeñas significaba un gran paso en tu madurez.
Cambiando cromos de fútbol o de la Sirenita en el patio del colegio cuando eras de los más pequeños, siempre aparecía un mayor que te daba 10 por una tuya, y ya te dejaba contento para una semana, claro que tú no sabías que esa tuya era la más difícil del álbum.
Hacer cabañas con ramas cuando íbamos de excursión al campo nos entretenía durante horas, hasta que venían a avisarnos de que teníamos que marchar y entonces llorábamos desconsolados.
Atábamos el elástico a la pata de un banco para que sólo un tuviera que sujetarlo con las piernas y así poder jugar más. Cruzar la comba mientras se saltaba era todo un logro. Coger trozos de escayola de las cubas y dibujar “el tejo” en el suelo para jugar era algo maravilloso.
Dar de comer a las palomas, jugar con el barro, o simplemente bajarte tu nuevo balón de fútbol o tu nueva muñeca era lo más placentero.
Saberte la coreografía de Xuxa y bailarla con tus amigas o comentar el último capítulo de “Campeones” e intentar imitar la “catapulta infernal” con tu mejor amigo…
Sentarnos frente al televisor a las 5 en punto con los ojos desencajados para ver “Barrio Sésamo”.
Creerte superman o supergirl, y ponerte el “babi” del cole a modo de capa mientras subías en cualquier escalón y deseabas con todas tus fuerzas poder volar como ellos…
Todas estas simples cosas nos hacían felices, no necesitábamos nada más… un balón, una comba y dos amigos con los que hacer el ganso durante todo el día.

miércoles, 31 de enero de 2007

Los Reyes Magos del 67


Esto sí que data por lo menos del año 30 a.C. Mañana de Reyes de 1967. Obsérvese la cara de felicidad que lucimos mis hermanos y yo en la fotografía. Y no es pose. Estamos supercontentos con nuestros fastuosos regalos: Joaquín con su casco, sus pistolas su balón y su camioncito, una combinación perfecta. Juan Carlos con su correpasillos, aunque ya un poco crecidito para el juguete en cuestión. Y yo parezco la reina de los mares, con mi muñeca bebé, mi muñeca enorme y mi casita de muñecas (esto parece un anuncio patrocinado por Famosa).
Parece poco comparado con las pleis, mp3, mp4, videojuegos, patinetes eléctricos, bicicletas y artilugios de todo tipo que dejan sus majestades ahora a nuestros retoños, se porten como se porten. Porque nuestro cupo disminuía sensiblemente si nos portábamos mal. Parece poco, ¿verdad? Pues no es poco: es menos todavía. Los magros sueldos de nuestros padres tampoco llegaban a tanto, y tengo que confesar que para la foto hubo que colocar juguetes que no eran del año en curso. Tengo sospechas de la casita de muñecas, pero una certeza absoluta sobre la muñeca grandota: según mi álbum de fotos, la tenía desde que llevaba pañales, que no dodotis, y para demostrarlo aquí va una foto de cuando tenía tres añitos. Yo creo que la muñeca iba cumpliendo, año tras año, los mismos años que cumplía yo.


P.D.: No me gustaban nada, nada las muñecas bebé, pero los Reyes Magos no se enteraban...

martes, 30 de enero de 2007

Mi colegio

Había una vez... un colegio... mi colegio. Y lo había, porque ya no lo hay. Era el CP José Mª Izquierdo y mi experiencia allí comenzó en 1980, cuando Triana era su esencia estructural más las nuevas zonas residenciales de los 70 (muy nuevecitas aún) y terminó, pues en el 88. Por allí pasamos yo, mis dos hermanos y mis dos primos... así que "los Martos" éramos conocidos por el profesorado en general.

No sé si os pasa lo mismo que a mí, que acudís a los cursos escolares como referencias temporales para recordar hechos pasados. Me explico: "aquella niña me gustaba"... y recuerdas la clase de 5º... "ese niño y yo nos peleamos"... y recuerdas la clase de 3º. El tiempo no venía marcado por los años, sino por el curso que hacías en ese momento.

Este escrito lo hago a raíz de una anécdota que tuve la semana pasada. Fue en un taller del Ayuntamiento al cual voy todos los jueves y, hablando con una compañera nueva, me entero de que es maestra de uno de los colegios de Pagés del Corro, a los que fue a parar gran parte del profesorado de mi centro antes de cerrar. Pues hablando, me dice que todavía hay una maestra, compañera suya, que todavía no se ha jubilado y que me dio clases durante tres años... era Doña Pepita... y sus recuerdos, aaaayyyy qué recuerdos.

Me dice mi compañera de todo lo que habla Doña Pepita de su etapa en el José Mª Izquierdo y de cuando creó con sus alumnos... el huerto escolar. Aquí se me pusieron los vellos de punta. El huerto se creó con mi promoción y siguió muy poco tiempo más después de irnos. Añoro esos momentos que pasaba removiendo tierra y trabajando todo lo duro que podía como niño que era. Además, era consecuencia de ir bien en las tareas de clase (algunas veces nos íbamos al huerto una vez sabida la lección, jejeje). En esa actividad aprendí mucho... ahora lo sé.

No sé, son muchos los recuerdos que me vienen ahora a la cabeza: unos más félices y otros más agrios. Sólo me apetecía empezar a contaros algo de mi infancia, algo de mi colegio, y más ahora, que empieza una nueva etapa en mi vida... mañana empiezo a trabajar como maestro.

jueves, 25 de enero de 2007

La Caterpillar


Yo tenía tres años y asistía a “parvulitos” en un colegio de monjas. En el recreo, cuando hacía mucho frío, nos quedábamos dentro de clase y podíamos jugar con los juguetes que había en una estantería muy alta en una pared de la clase. Recuerdo quedarme lo que entonces me parecían horas – cuando no estaba intentando matarme con algún compañero, claro – contemplando arrobada una excavadora amarilla que había en uno de los estantes más altos y esperando poder echarle el guante. Cuando la monja repartía los juguetes, siempre estaba ahí la primera para cogerla, e invariablemente, la monja me la quitaba de las manos y se la daba a un niño, encasquetándome en cambio una muñeca: “toma, esto es con lo que tienes que jugar”.
No tengo absolutamente nada en contra de las muñecas. Me encantaban. Pero donde estuviera un coche, un camión o aquella excavadora… no había color.
Por eso, en las primeras navidades de mi sobrina, con apenas diez meses, cuando le regalaron, atención, dos puntos, comienzo enumeración: una cocinita, una plancha con su tabla de planchar, una fregona con cubo y una escoba con recogedor (Estamos hablando del 98, no de los años 60, pero como veis, hay cosas que se resisten a cambiar…) lo primero que dije fue: “Pues nada, a comprarle coches y trenes. Y como pille por ahí una Caterpillar, también le cae”.

miércoles, 24 de enero de 2007

Otra de canciones femeninas


Otra de canciones femeninas con algún que otro chico que se apuntaba a nuestros juegos. Se hacían dos filas enfrentadas . La protagonista saltaba a lo largo de esa "calle" con las manos en la cintura y se paraba, según la letra de la canción, delante de otra chica que la sustituía:

La chata Merenguela
güi, güi, güi
como es tan fina,
trico trico trí
como es tan fina lairón
lairón, lairón lairón

Se pinta los colores
güi, güi, güi
con gasolina
trico trico trí
con gasolina lairón
lairón, lairón lairón

y su madre le dice
güi, güi, güi
quítate eso
trico trico trí
quítate eso lairón
lairón, lairón lairón

¿Por dónde vas a misa
güi, güi, güi
que no te veo
trico trico trí
que no te veo, lairón
lairón, lairón lairón?

Por un camino nuevo
güi, güi, güi
que han hecho ahora
trico trico trí
que ahora lo han hecho
lairón, lairón, lairón, lairón.

No tenía desperdicio la canción cuando al final, la Chata sabe escaquearse y vive a su aire huyendo del "camino oficial para ir a misa" a pesar del control que pretende hacer su madre.

martes, 23 de enero de 2007

Zapatos de charol

Tengo tres años, voy de la mano de mi madre por la Gran Vía. Mi mamá es la más guapa y la más buena del mundo. Vamos a pararnos a ver un escaparate enorme, lleno de muñecas, pero sólo vamos a verlas. Ahí están las Mariquita Pérez con sus baúles llenos de vestidos, tan bonitas… Nadie me lo ha dicho, pero yo sé que esa muñeca no es para mí. Los niños y niñas de la posguerra teníamos una especie de sexto sentido, sabíamos que cosas podíamos pedir a los Reyes y qué cosas no.

De todas formas yo soy feliz en ese momento, voy con mamá y además llevo zapatos de charol.

domingo, 21 de enero de 2007

La muñeca nueva



Era yo aún muy pequeña, y vivía en una urbanización al este de la ciudad. Solía jugar en la calle o en la casa que tocara, con mis amigos. A veces iba con alguna amiga a jugar con las muñecas, otras con un grupo de niños a cazar lagartijas. Pero yo tenía a mi mejor amiga, que vivía en la misma manzana e iba a mi misma clase. Sólo en materia de muñecas teníamos gustos parecidos; yo no comía golosinas y además escuchaba un grupo de pop-rock americano de los años 60.

Pero a mí las muñecas me encantaban, me volvían loca. Imaginaba mil aventuras en las cuales embarcaba a mis valientes heroínas, que además portaban los más hermosos vestidos y peinados. Tenía una buena colección, y al llegar las navidades abría ansiosa la caja de la muñeca que me hubieran dejado los reyes con la mayor ilusión, la contemplaba, le cambiaba quizás la ropa, le ponía nombre, y se la presentaba a las demás muñecas.

Una vez a mi mejor amiga le regalaron la más hermosa muñeca de las que anunciaban en las vísperas de aquellas navidades. Bueno, la más hermosa no sé si era, porque a decir verdad tenían todas la misma forma, y solo variaba el vestido. Pero sí, el vestido era elegantísimo, o al menos eso nos parecía.

Pasaban los meses y mi mejor amiga no abría la caja, sino que la conservaba en su envoltorio como pieza de coleccionista: no jugaba con ella. Por aquel entonces me sorprendía y admiraba de la entereza de mi amiga, que se resistía a la tentación de abrir la caja argumentando que le gustaba posponer el momento de tan tamaña ilusión, solo para saber que esa ocasión habría de llegar. Y aún a estas alturas lo pienso, admirándome de cómo una niña tan pequeña podía contener su ansia ante la flamante y colorida caja precintada.

El buga

Ahora que me he comprado un nuevo coche, supermoderno, con todas las comodidades, me he acordado mucho, mucho, del primer coche que tuvo mi padre. Era este, y este fue el día del estreno. Fue un día de Reyes. Yo, orgullosa, exhibo mi muñeca, la de siempre (ya hablaré de ese tema). Mis hermanos, por una vez de acuerdo, miran al objetivo. Mi madre y mi tía, vestidas ellas muy sesenteras (no me digáis que no parecen las Supremes) parecen casi gemelas, aunque eran radicalmente diferentes. Pero todas las chicas se peinaban y vestían igual (véase a nuestra asistenta, al fondo). En eso no hemos cambiado mucho. En cuanto al coche, objeto de esta entrada, era un Renault 8 gris marengo, matrícula TF 29721 que todavía me acuerdo, con unas ventanas incomodísimas de abrir de dos paneles, que es lo que más recuerdo del coche. No sé si corría mucho o no corría, me imagino que no, sobre todo por que el estado y el trazado de las carreteras dejaba mucho que desear, pero ... estábamos tan contentos con él como yo ahora con el buga nuevo. Y me imagino que mi padre mucho más.

jueves, 18 de enero de 2007

Chocolate con pringá


Cuando leía el corrillo de "la canción del moro" me venían a la memoria aquellos otros en que las niñas cantaban una canción con la que, inocentemente, pregonaban, a su entorno inmediato, el nombre del chico que les "gustaba". Las niñas cantoras, llevando el ritmo con sus palmas, formaban una pasillo que la protagonista recorría una y otra vez con los brazos en jarra mientras movía las caderas a ritmo de la letra siguiente:


"La señorita "Pepi" (nombre),
que qué herida está,
se va a morir de pena
de tanto llorar.
Si llora por "Antonio" (nombre)
"Antonio" no la quiere,
la señorita "Pepi"
de pena se muere.

A "Pepi" le vamos a dar
chocolate con pringá
y a "Antonio" le daremos
chocolate con veneno


(En este momento la protagonista invitaba a otra chica a tomar su relevo, tomándola del brazo y dando varios "paseíllos" juntas, con un estribillo de letra extraña, cantado rápido y que mi memoria no recurda bien, pero que, aún así, trato de reproducir)


Que salga usted a bailar
que la quiero ver bailar
con los brazos al aire,
con lo bien que lo baila la moza,
bailando sola, sola en el baile.

La señorita "Toñi"...
(y vuelta a empezar comprometiendo al niño correspondiente)"


Está claro que los psiquiatras, en esa época, no tenían demasiado porvenir, que las penas de las adolescentes se curaban con algo tan simple como "chocolate con pringá" que no caba duda es digno de un análisis "bromato - psicológico", mezcla de lo más deseado en la infancia ante la escasez de chucherías y de algo tan sustancioso como la pringá. Se podría patentar en cápsulas, o en caramelos energéticos con claros efectos quitapenas.
Por el contrario, para los rompecorazones, el castigo era fulminante, mezcla de lo deseado y del fatídico veneno (¿para qué enredarse con más tonterías?). ¡Qué crueldad!. Claro que mientras ellas cantaban, los niños jugaban a sus juegos por los alrededores, incordiando de vez en cuando, pero sin perder detalle. No existía el móvil, pero recibían claramente el mensaje...

miércoles, 17 de enero de 2007

Oh, viejo moro


En los recreos de la escuela, las niñas solíamos jugar al corro, al elástico, a la comba o al tejo. Para jugar al corro, nos situábamos en círculo, generalmente cogidas de las manos, quietas mientras una bailaba en el centro, o girando todas al compás de una cancioncilla que todas entonábamos. Canciones y bailes eran muy simples.
Esta canción de corro se cantaba con todas las niñas tocando las palmas, quietas, y en el estribillo la chica que se situaba en el centro se dirigía a otra cualquiera del corro y bailaba con ella, tomando luego su lugar. Se bailaba con las manos en la cintura, moviendo las caderas a un lado y a otro. Lo curioso de esta tonada es la letra, que no tiene pies ni cabeza:
Oh, viejo moro
porqué no te has casado
si te vi enamorando
como los demás.
Dame la mano morena
para lucir la verbena
juntitos los dos.
(hasta aquí bien, pero ahora viene el estribillo)
Bailando la dama-dama (?)
vestido de pollo pera (!!!!!!!)
este cuerpo
saleroso
que vale mucho dinero.
Así, sin rima ni nada. Cuánto tiempo llevaría esta canción rulando de boca en boca, de generación en generación. ¿Cómo sería la letra original? Cuando la cantábamos todavía había pollos-pera, al menos en los sainetes, pero ninguna sabíamos que era la dama-dama ni porqué no se había casado el moro (por lo menos con una, que todas sabíamos que podían casarse hasta con cuatro) ni de quién era el cuerpo saleroso ni si el moro había llegado en patera o a Marbella, forrado de billetes.

lunes, 15 de enero de 2007

Había una vez...


... una vez había, muchos años a. C. (antes de la Consola) en que la imaginación y las expectativas se abrían al solo conjuro de estas tres palabras. Los cuentos, leídos o narrados, eran el puente hacia la vida virtual. Alrededor de nosotros, casi tangibles, visibles, vivían las hadas, las brujas, los ogros, y otros personajes tan reales como nosotros, los niños pobres, los huérfanos, esos que estaban a merced de las madrastras, de amos atrabiliarios... En la Europa Occidental, en EE.UU. vivimos en el año 10 d.C. En muchos lugares de nuestro planeta los niños siguen jugando en plena calle, fabricando sus muñecos con trozos de trapos y madera, inventando canciones para sus juegos de carreras y de esquinas. En un mundo y en otro, la infancia está por igual protegida y amenazada. Pero no es este nuestro tema. Antes de que el juego digital haga caer en el olvido nuestras canciones de corro, nuestros juegos tradicionales, los refranes con que martilleaban nuestros oídos los adultos, los juegos y programas favoritos, las lecciones de la calle, del hogar y de la escuela, cómo veían el mundo nuestros ojos asombrados de niños de la era analógica... procuraremos guardarlos aquí, con su ternura, su ridiculez, nuestro cariño y nuestro sonrojo. No solo es la prehistoria, esta página llega incluso a Barrio Sésamo. Y hablamos solamente de hace 16 años o 17, del año 6 ó 7 a.C.