domingo, 15 de abril de 2007

La moda en los 70

Cuando yo era adolescente no tenía qué ponerme, además de verdad. Cuando era yo chica estrenábamos todos los domingos de Ramos y llevábamos uniforme al cole, aunque era público, y eso estaba muy bien, porque no se notaba que no tenías mucha ropa, que yo creo que se hacía por lo mismo. Pero en el Instituto había niñas que tenían mucha ropa y eran las más admiradas, que las que solo teníamos cerebro estábamos muy mal vistas.
También ocurría en los setenta que no había mucho que elegir en cuanto a vestuario se refiere: podías ser hippie o podías ser hortera. La moda de los setenta era sencillamente espantosa: tejidos sintéticos, estampados geométricos de colores chillones, formas de lo más desfavorecedoras en los vestidos, pantalones con enormes campanas, bisutería tipo “collar de cocos” o pendientes “rueda de bicicleta” y, sobre todo, estaban aquellos horribles zapatones con tacones de quince centímetros y plataformas de siete, absolutamente inevitables, porque en las zapaterías no había otra cosa.
Para las y los que detestábamos semejante propuesta de vestuario, o simplemente no podíamos permitirnos ir “a la última”, existía una segunda opción: el “look harapiento”, que nosotros llamábamos, inocentemente, “hippie”. Los vaqueros gastados o metidos en lejía y la amplia camisa procedente del fondo de armario paterno. Combinados con plataformas, por supuesto, porque ahí no había posibilidad de elección. Sí que estaban los botines deportivos, entonces llamados “tenis”, pero eso era solamente para las clases de “gimnasia”, y no le ibas a coger los zapatos a tu madre, porque otra cosa que pasaba cuando aquello es que la brecha generacional era insalvable, un abismo, vamos, y no solo en el vestir, sino en todos los aspectos. Nosotros y nuestros padres éramos, no ya solo de especies diferentes, sino de planetas diferentes. Además estaba la cuestión talla, que nuestras madres tenían unos pies que ni las chinas, que todas calzaban un 35 y consideraban como de marimacho y degeneración de la raza que nosotras usáramos un 36, o un 37, las más altas.
Y de complementos, nada. Con suerte habías logrado sustituir tus primeros pendientes por otros pelín más grandecitos. Seguro que todos y todas teníamos una cadenita de oro con medalla (las niñas) o crucifijo (los niños), pero no la usábamos, porque todos éramos ateos, por supuesto (los del “look hippie”, por lo menos, los del “look hortera” es que llevaban los collares esos multifunción de los que he hablado antes). Yo estaba loca de contento porque una amiga me había regalado una bonita gargantilla de plata que conservé y usé años y años.
Si a esto sumamos los cuellos exagerados, las chaquetas entalladas y los pantalones de campana de los chicos, también subidos –cómo no- en sus plataformas, con una sabia elección de colores tales como amarillo chillón, blanco, rosa y azul celeste, creo que podemos afirmar que nunca la moda ha vivido un momento peor...
Yo con la foto como que he hecho un montaje, porque ya os digo que nunca me pude permitir ir a la última, pero invito a mis compis de blog a que incluyan las suyas en este mismo artículo (si es que las tienen, claro).

miércoles, 4 de abril de 2007

El perro de trapo


Ese muñeco de trapo que veis ahí es una auténtica reliquia. Lleva conmigo veintiocho años. Me lo hizo mi madre con un patrón de aquéllos que sacaba de las revistas de moda para niños.

Durante unos años disputó el liderazgo con un tal Pitirolo, un muñeco de extremidades larguísimas que recuerdo vagamente y que salió de casa un día que vinieron unos gitanos a pedir a la puerta con una niña de mi edad. Yo quería compartir mi abundante arsenal lúdico con ella, de modo que intenté regalarle una muñeca rubia con vestido azul, como la de la canción. Era una muñeca que me había traído mi padre cuando navegaba, y que daba volteretas ella sola. Me daba terror, porque era clavadita a todas las muñecas que salían en los reportajes sobre casas encantadas. Muñecas a las que se les encendían los ojos rojos cuando se quedaban a oscuras... Pero yo reconocía que, leche, aunque diera miedo, la muñeca era un puntazo para aquella nena despeinada, preciosa, de ojos negros enormes que ya le hacían chiribitas sólo de ver la muñeca. Pero mi madre, diplomática ella, pensó "a ver qué le digo al marido cuando llegue y pregunte dónde está la muñeca tan cara que le trajo de su último viaje... ¿que se la di a los gitanos?". De modo que me dijo: "Dale al Pitirolo". "Mamááááá, al Pitirolo noooooooooo..." Pues me quedé sin el Pitirolo, y la puñetera muñeca siguió aterrorizando mis noches durante años (jamás jugué con ella). Y la pobre gitanilla se fué con un muñeco que yo adoraba, sí, pero que era un muñeco cutre de trapo y felpa. Es como cuando le traigo un juguete a mi gata de una tienda pija de animales. No le hace ni caso. Pero, ah, le das una goma elástica o un gurruño de papel... y se pasa horas jugando. Por eso no me extraña ver a veces a los críos aburridos con unos juguetes de la releche. Vete tú a saber si no estarían más entretenidos con cualquier chorrada que los adultos ni siquiera recordamos que se puede usar como juguete... Qué felices son las almas sencillas cuando se les deja ser sencillas, y qué prosa más "repollo" me sale cuando me dejan suelta...

Volviendo al sujeto de la foto: Fui una niña muy mimada,lo cual suponía a finales de los setenta y en los primeros ochenta tener hasta unos cien muñecos (mi madre tenía una sola muñeca, gracias, y encima la tenía que compartir con su hermana más próxima en edad. Qué diferente tiene que haber sido su niñez ya sólo por eso, y cuánto tiene que haber apreciado esa única muñeca, que, encima, era de cartón y ni se podía mojar...), pero éste siempre fué EL muñeco. El que continuó durmiendo conmigo durante eras geológicas (porque tener, ya tengo quince añitos... en cada pata) y el que me valió sonadas rechiflas, porque la verdad es que, cuando uno coge la costumbre de dormir agarrado a la almohada, no pasa nada... pero como tengas la desdicha de dormir como un bebé agarrado a un perro de trapo cuando ya peinas canas... en fin... ¡Pero es que es lo más cómodo que hay en el mundo! Obviamente, ahora tengo un osito de peluche grande con el que dormir - y al que no le gustan precisamente los perros - pero cuando duermo sola y la gata no está de humor para que la sobe, sólo me queda él... (en cuanto al nombre, gracias, otros treinta años más de puteo no me apetecen, así que lo guardo en el más celoso y estricto "economato", como dice Gomaespuma)

Aquí podéis evaluar cómo lo han tratado veintiocho años y miles de remiendos...