domingo, 18 de febrero de 2007

Amedrentado por la comunión



Sin lugar a dudas, el de mi primera comunión no fué el día más feliz. Para aprovechar la ocasión, la hice con mi hermano, a la madura edad de seis años, con el debido "uso de razón" como se decía entonces.
Al suponerse que navegaría por las aguas de la pureza y de la santidad, me visiteron de marinero, raso, eso sí. Pero el miedo escénico podía conmigo y es que a pesar de haber estado tres horas o más sin probar bocado, tal vez sin haber bebido, tratando de ser complaciente con los preceptos de entonces, parece como si estuviera en el punto de mira de ese alguien que todo lo ve y al que no se puede engañar.
No tuve más remedio que resistirme a ser totalmente sincero en la confesión previa del día anterior. ¡Tenía que proteger mis orejas! El cura, que nos confesaba la tarde antes, vivía frente a mi casa y, por desgracia, sabía, con mi madurez de seis añitos, cómo se las gastaba. Todos los niños le temíamos pues ya en la catequesis había demostrado su enorme capacidad de tolerancia y comprensión.

A las niñas las confesaba el otro cura, ¡qué suerte!, y además se confesaban tras la rejilla, sin ver al cura. Nosotros, en cambio, lo hacíamos a cara descubierta, como en la ilustración.
A media tarde todos los niños en la iglesia, con cara mística, realizando el acto de contrición mientras esperábamos la apertura del confesionario. El cura ya estaba dentro desde hacía un rato, supongo que preparándose para lo que venía. ¿Qué pasaría por la mente de cada uno de nosotros en esa interminable espera? Estaba claro que el acto de contrición se reducía más a tratar de hacer una selección lo más ligth posible de los "enormes pecados" que hubiésemos cometido en nuestra ya dilatada vida. "¿Qué le digo?", "como le diga que...". Mientras, el Señor, crucificado parecía que te miraba, vigilante, adivinando tus pensamientos, y tú sentías esa mirada, pero no querías encontarte con ella...¡Qué peso tan enorme para una edad tan tierna!
¡Cuidado, ya se abre y se corre la cortinilla!.

"¡El primero!", se oye desde el interior. Todo el mundo traga saliva y repasa las palabras que tiene que decir. Menos mal que yo era el segundo, lo que me permitió cambiar rápidamente la selección de pecados escogidos, despreciando los que yo consideraba que podían ser más "serios" y que seguro que a esa edad serían absolutamente mortales, nada de veniales, y todo esto al ver que el primero desaparecía de vez en cuando hacia el interior del confesionario con un violento movimiento ocasionado por unas manos blancas que asomaban por la negra sotana y que le tiraban fuertemente de las orejas. "Esto no se lo digo, y esto tampoco...", no sólo no podía arriesgar mis orejas sino que no estaba dispuesto a soportar sus comentarios durante muchas tardes, cuando saliera de mi casa y el estuviera sentado en su puerta, como acostumbraba a hacer.

"¡El siguiente!", voz que hacía que mi corazón saliera de su cavidad mientras veía al primero que lloraba, con las orejas rojas, y se dirigía a un rincón a cumplir su penitencia. Procurando guardar las distancias para un oportuno retroceso que seguro que habría agravado el asunto, recité los pecados que yo suponía me salvarían de la inevitable tortura y...¡oh fortuna, tuve éxito!
Con esa madura edad y la acción de la catequesis, que insistía sobre todo en el castigo del infierno, yo no podía dirigirme al altar tranquilo, feliz, temía que en cualquier momento se interrumpiera el acto y alguien me delatara.
Los vapores del chocolate casero, con sus dulces correspondientes, en compañía de la familia, como se decía en los programas radiofónicos de discos dedicados, hicieron que pronto me olvidara de esa sensación de culpabilidad. Me quitaron el traje pues había que guardarlo para la procesión del día del Señor y luego se reciclaría en pantalón corto y blusa para vestir los domingos. Y, por fin, ya libre de las ataduras del evento me fuí a jugar con mis amigos que, me confesaron que habían hecho lo mismo que yo.
¡El primero siempre va con desventaja!

2 comentarios:

Meli dijo...

Pobrecito... es q nos comían el coco tan fácilmente, a esa edad... pero ¿y tu foto de comunión, eh? Un fallo.

Julio G. E. dijo...

Me suena, me suena... pero mi hermano era dos años menor que yo, así que el tuvo que crecer hasta los seis maduros años y yo,,, con ocho. ¡Que mayor! la cantidad de pecados que tenía ya acumulados.