jueves, 25 de enero de 2007

La Caterpillar


Yo tenía tres años y asistía a “parvulitos” en un colegio de monjas. En el recreo, cuando hacía mucho frío, nos quedábamos dentro de clase y podíamos jugar con los juguetes que había en una estantería muy alta en una pared de la clase. Recuerdo quedarme lo que entonces me parecían horas – cuando no estaba intentando matarme con algún compañero, claro – contemplando arrobada una excavadora amarilla que había en uno de los estantes más altos y esperando poder echarle el guante. Cuando la monja repartía los juguetes, siempre estaba ahí la primera para cogerla, e invariablemente, la monja me la quitaba de las manos y se la daba a un niño, encasquetándome en cambio una muñeca: “toma, esto es con lo que tienes que jugar”.
No tengo absolutamente nada en contra de las muñecas. Me encantaban. Pero donde estuviera un coche, un camión o aquella excavadora… no había color.
Por eso, en las primeras navidades de mi sobrina, con apenas diez meses, cuando le regalaron, atención, dos puntos, comienzo enumeración: una cocinita, una plancha con su tabla de planchar, una fregona con cubo y una escoba con recogedor (Estamos hablando del 98, no de los años 60, pero como veis, hay cosas que se resisten a cambiar…) lo primero que dije fue: “Pues nada, a comprarle coches y trenes. Y como pille por ahí una Caterpillar, también le cae”.

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